Revista TriploV DE Artes, Religiões e Ciências

Direção|Maria Estela Guedes & Floriano Martins

PÁGINA INDEX Número 02|Novembro de 2009

 

NÚMERO 02

NOVEMBRO 2009

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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SEAN FUNES

Fabio Amaya: vida en la mancha 

 
 

   La experiencia pictórica de Fabio Amaya comienza a finales de los años sesenta y se consolida desde entonces –en un proceso lento pero constante– hasta la década de los noventa, presentando de vez en vez las etapas de un recorrido estético vasto y complejo. Sin embargo, es sólo en los últimos quince años que los resultados de dicha exploración se transforman en una obra abierta, dispuesta a encarar una visión crítica general y de conjunto. Dicha crítica permitiría identificar los rasgos más significativos de una obra que hoy aparece madura, además de reflexionar en torno a los rumbos y objetivos de un proyecto aún vigente y en pleno desarrollo.

La labor de Amaya se concentra en el examen de la condición humana y en su transposición por imágenes en clave neo-figurativa, dando vida a una propuesta original e innovadora. Innovadora en el plano compositivo y en la búsqueda de una confrontación entre las formas expresivas de origen abstracto o informal con aquellas de la figuración clásica. Innovadora, además, en la actuación de un recorrido que abandona la línea y atraviesa el campo para alcanzar la mancha, utilizando la luz antes del color y el color con una paleta insólita. Innovadora y original, en fin, al participar y aportar a un tema mayor como el de la condición humana, en el que muchos maestros del arte europeo han sabido mantener una tensión estética aún insuperada.

La presente reflexión se propone pasar en reseña tres aspectos de la obra de Amaya –uno compositivo, uno técnico y uno temático– para comprender cómo resulta posible mantener la coherencia expresiva de un proyecto estético unitario en un panorama artístico, como lo es el contemporáneo, caracterizado por incoherencia, discontinuidad y mutismo. Objetivo último es demostrar como la pintura pueda seguir manteniendo una posición central en el arte occidental, siempre y cuando de ella emerjan asuntos penetrantes y contribuya a desmontar las hagiografías de lo provisorio. 

Hacia una neo-figuración

Reconocer instantáneamente las formas y las figuras en los lienzos de Amaya no es posible. La experiencia inmediata, de hecho, no permite focalizar una imagen inmóvil en la superficie pintada. Un meandro policromo ora voraginoso o nebuloso, ora multifacético o líquido, envuelve uno o varios cuerpos en movimiento, que comienzan a configurarse con extrema lentitud. Sólo después de una pausada observación, los desnudos alcanzan progresivamente una dimensión formal y se vuelven reconocibles. ¿Cómo es posible? Las figuras no resaltan sobre el fondo porque un espacio en el cual resaltar no se ve, o no existe o no está vacío. Las formas danzan en un ámbito semipleno y animado, agolpado de manchas, alones, fragmentos, hacinado por otras masas y otras formas en movimiento que cancelan la posibilidad de reconocimiento de los cuerpos o, por lo menos, la obstaculizan.

De este modo aparecen personajes solitarios o en compañía, desdibujados por un vaho de niebla, celados por una selva intrincada, cancelados por turbiones de lluvia o trastocados por una tormenta de cristales. La solución compositiva que los determina y define esconde en realidad una hipótesis representativa del espacio decididamente innovadora en el ámbito de la pintura contemporánea.

Como el poeta y crítico español Carlos Bousoño ya ha observado, la distancia en que son perceptibles las figuraciones de Amaya se puede medir. Según las dimensiones, una obra vista muy de cerca se vuelve completamente abstracta mientras que, superada una cierta distancia, resulta sólo figurativa. La visión de las imágenes, por consiguiente, no depende sólo de un tiempo de reconocimiento, sino también de un espacio perceptivo. El contexto espacio-temporal de la representación resulta de este modo variable y transporta al espectador a un ámbito, a menudo definido onírico, en el que una figuración progresiva toma forma a partir de elementos identificables en la tradición expresionista abstracta. Vale la pena notar cómo las referencias de esta neo-figuración están más cerca de las propuestas norteamericanas de la inmediata posguerra en el cromatismo y el movimiento, mientras que evocan con mayor vigor la figuración expresionista europea y latinoamericana en el plano compositivo y en la concepción general de la imagen. El resultado, sin embargo, no es híbrido. Es una configuración coherente y formal que se sirve de los mayores aportes de la experiencia informal: el color animado, el movimiento visible, la materia emergente y la iluminación múltiple.

Claro, si el intento del artista consistiese sólo en combinar una figuración a partir de elementos informales, se trataría de un proyecto compositivo bastante simple, en el que líneas, superficies y masas contribuyen juntas a la distinción entre figura y fondo. Pero en la obra de Amaya la separación entre figura y fondo, fundamental para la identificación de todo volumen, ha sido eliminada. El meandro policromo de una composición calibrada no admite una visión prospéctica ni ortogonal del espacio, que de todas maneras aparece profundo. En esta profundidad, a trechos hacinada y luminosa, los volúmenes emergen: parcial, lenta pero progresivamente visibles en la tela. Esta hipótesis figurativa, que elimina las coordenadas del espacio a favor de una profundidad indeterminada, no halla eco o cotejo en la experiencia pictórica contemporánea sea europea sea panamericana. La alteración de la percepción espacio-temporal que deriva de ello es una propuesta sin duda inédita, novedosa e inesperada, en la que el espectador se halla en un mundo no diacrónico y no realista en el plano representativo pero del todo creíble, verosímil y posible en el plano compositivo. 

De la línea al campo a la mancha

1989 es un año fundamental en la producción de Amaya. Por primera vez, en efecto, con las obras La caída o Pensando en Gabriella, todos los colores que componen la figura solitaria componen también el espacio que la circunda. El reconocimiento del volumen, en Pensando en Gabriella, está dado por la línea: una línea verde y rosada, con pinceladas dinámicas, cincela a tramos el límite sinuoso de una figura femenina danzante. El propósito es evidente: obtener una silueta policroma utilizando el verde para las líneas de sombra y los rasgos del rostro y el rosado para las claras y los volúmenes prominentes. La paleta, completada por el violeta, el ocre y el azul celeste en encendidos contrastes, determina un movimiento espacial continuo del individuo en el espacio o del espacio en torno al individuo.

En la obra La caída, en lugar del movimiento, el estatismo de un cuerpo inerte y probablemente colgado de los pies domina una escena nocturna, matérica y de delicada policromía. Los colores que determinan las líneas de los límites del área oscura o luminosa son tres: el ocre indica las zonas del rostro más claras, como la boca, el mentón o el perfil; el ultramarino que cubre todas las áreas de sombra como las caderas y el brazo derecho, y el naranja que permite reconocer las zonas intermedias como los flancos, los pómulos y las costillas. La rebuscada ausencia de contraste entre las pinceladas se enfatiza por la acumulación de mucha materia y por una paleta que suma verdes y naranjas oxidados. En la profundidad que circunda el cuerpo que pende es posible soslayar otra figura, bastante desenfocada, que repropone el color verde para la silueta general, el naranja para las zonas intermedias y el ultramarino para aquellas de sombra. Así como los colores utilizados para delinear el cuerpo desdibujado, resultan complementarios a los de la paleta del cuerpo en primer plano, igualmente complementaria es la disposición de las dos siluetas: la una en caída y nítida y la otra en ascenso y ofuscada: como si la condición de una se reflejase en la otra, volcada, sólo después de una larga observación. Las pinceladas y brochazos de Pensando en Gabriella aquí se vuelven más abiertas y dilatadas como para acoger cualquier tipo de volumen. En realidad, la línea es todavía visible, pero el estatismo de la imagen permite una apertura hacia las masas. Esta solución, acompañada por una paleta oscura y en extremo delicada en la composición, aparece también en la serie de los Narcisos y los Ícaros, pero pronto cede el paso a una nueva modalidad expresiva.

En la obra de 1992 Toda teñida de su propio polvo color rojo –mejor conocida como El gran rojo– la línea comienza a desintegrarse. Una figura femenina en una postura dulcemente dinámica parece envuelta por los mismos colores que la determinan. Se trata de tintas mayormente contrastantes, pero todas adherentes a una semántica unitaria: rojo oscuro y fuego claro, violeta, rosado y verde pálido. El cuerpo se constituye a partir de la asociación de campos cromáticos y brota gracias al uso intermitente del rojo oscuro. En diferentes zonas de la figura –el hombro, el brazo y el antebrazo derechos, el hombro, el entero brazo y parte del antebrazo como también la cadera izquierdos– la línea desaparece y un campo multifacético se apodera de la imagen. El cuerpo empieza a encontrarse a mitad de camino entre lo que se puede figurar y lo abstracto, entre la percepción y la imaginación, entre la memoria y la idea. Aunque aparezca del todo visible, su posición se vuelve incierta entre el más acá y el más allá de la tela. Sin embargo, una sola tinta, como para La caída o Pensando en Gabriella, sigue definiendo los límites de la sombra del volumen. Esta solución, en armonías cromáticas más variadas, aparece también en Nacimiento (1991), Transmigración del alma-Metempsicosis (1992) y el tríptico Enigma de la Esfinge (1994), en los que los tonos de sombra elegidos son respectivamente el violeta, el cobalto y el verde. El caso de este último resulta particularmente relevante, porque la paleta previamente elegida tiende a reproducir el enlucido blanco de un muro iluminado por una luz oblicua que pone en resalto las imperfecciones de la superficie, como para negar la realidad subyacente de la tela y en favor de un efecto hiperplástico.

La experiencia con el blanco determina el abandono definitivo de la línea a favor del campo como unidad cromática de composición de la masa. Las soluciones policromas y sólidamente calibradas del período 1998-2000 proponen un nuevo tipo de volumen que se solidifica como un bajorrelieve de una lámina metálica. En Éxtasis (1999), por ejemplo –procedente de la serie Narciso en sueño y Despertar (los dos de 2000)– el movimiento de un cuerpo se delinea a través de una paleta clásica de cinco tintas complementarias según una modalidad estrictamente anticlásica. A diferencia del período lineal, en el que la policromía separa declaradamente tonos oscuros y luminosos, con la realización de campos cada color puede definir una parte de volumen en luz o en sombra. El mismo azul en efecto aparece como color de luz en el hombro derecho y de sombra en el muslo izquierdo. El rojo, que ilumina el antebrazo derecho, oscurece la cabellera y compone áreas de diferentes profundidades en torno a la figura. El efecto en el plano del reconocimiento de la composición es insólito: gracias a los campos se sintetiza parcial, pero nunca definitivamente, un volumen alrededor de un espacio visible pero no delimitable. La separación tradicional figura-fondo ha sido eliminada. Mas su composición informal permanece aún estática.

Para indagar sobre este problema, Amaya realiza una serie de estudios –que constituyen una parte del grupo temático dantesco– con el fin de obtener el control de la paleta. ¿Hasta qué punto es posible reconocer un volumen? ¿Cuál es el límite de la disonancia policroma? ¿Los colores puros pueden convivir en una misma superficie? ¿Cuál es el máximo contraste luminoso? En Abandono celeste (2003), el pintor interviene, en la zona superior de los campos de la tela, yuxtaponiendo un grupo celeste disgregante. El efecto es de un contraste tal que obliga a delimitar visiblemente la zona inferior, más profunda, tanto por la ubicación del cuerpo yaciente como por el conjunto cromático. En «Or discendiam qua nel cieco mondo» (2002) una auténtica cascada rojo salmón se apodera del espacio pictórico, dejando que emerja, sólo a trechos, la composición de las figuras. Pero es en «Elle giacean per terra tutte quante» (2003) donde la paleta produce un efecto inesperado. La asociación de colores originalmente puros (primarios y secundarios) crea un ambiente de elevadísimo contraste en el que una lluvia infernal envuelve, atrapa y aplasta en el suelo un grupo de figuras. En esta atmósfera extrema los campos adquieren movimiento y cesan de existir como elementos de configuración estática. Resulta imposible realizar una imagen similar sin recurrir a un elemento cromático de composición dinámica que sustituya el campo: la mancha.

Con la introducción del movimiento, Amaya empalma definitivamente el gesto pictórico con el objetivo que se propone, transformando los campos en manchas, unidades compositivas híbridas que muestran el signo de la acción pictórica, delimitan volúmenes y amplifican el espacio. Del campo se llega a la mancha y de ésta a una selva compositiva libre, en la que sólo el color mantiene una constante. En Tríptico de la tempestad (2004) caracterizado por una recreación insistente de la paleta en torno al azul turquí, una floresta de movimientos, vibrato, ritmos, vórtices o tempestades sugiere la creación de nuevos personajes. La excursión alrededor del turquí del Tríptico… explora el pasaje del tierra de siena al rojo, al verde, como para identificar tres estadios de un mismo ambiente. En el primero, en particular, las manchas vibrate se transforman progresivamente en masas –de este modo se delinea el mentón– o se generan a través de aparentes cancelaciones. En este tríptico, de todas maneras, la expresión informal toma la ventaja sólo al inicio, porque la enérgica presencia de los rostros produce un progresivo reconocimiento de las figuras de arriba hacia abajo, deliberadamente perpendiculares a la transformación de la paleta por las substituciones horizontales.

Aún más dinámica es la generación de una vorágine prospéctica de la cual emerge, con una lenta torsión hacia abajo, una criatura, quizás naciente, en la obra Del maíz (primavera 2004). El azul turquí aparece calibrado en dos direcciones hacia el rojo y hacia el ocre. La masa configurada de este modo gracias a la paleta adquiere una luz que parece provenir desde adentro, y no desde atrás o desde lo alto. La animación de las manchas indica auténtica energía interior ya no limitada por los bordes ortogonales de la tela, sino que espontáneamente emana del centro. Hay vida en la mancha, en esta selva salvaje de tintas y libertad donde, con el mayor rigor de la expresión figurativa y la fuerza del gesto informal, se manifiesta una nueva evolución de la modalidad pictórica. De la línea al campo y del campo a la mancha. Y hay vida en estas manchas que revelan una figuración mayúscula y diferente, testigo de un ailleurs del todo imposible pero igualmente imaginable aquí y ahora.  

Estética del sufrimiento

La complejidad del proceso pictórico hasta ahora delineado expresa la existencia de una poética profunda y constante que ha madurado con el tiempo alrededor del tema de la condición humana. A partir de una confrontación directa y constante con toda la tradición pictórica europea y la latinoamericana de la posguerra sobre este argumento, la producción de Amaya se construye de modo autónomo confrontándose con la perdurabilidad de las soluciones y con la longevidad de los contenidos. Se trata, ciertamente, de un reto oneroso, que sin embargo logra contribuir con consistencia visible al más vasto proceso evolutivo de la pintura contemporánea. Se reconocen en este proyecto las señales de superación de una paresia creativa que parece abatirse sobre el contexto europeo, desde hace al menos dos décadas, prisionero de un desierto de contenidos y reducido a ser periferia de sí mismo. Amaya atraviesa la desolación de este escenario con una visión diferente. La tensión de su recorrido se orienta ininterrumpidamente hacia una estética unitaria, no provisional y no fragmentaria. Una estética no simplificada y no fenomenológica, sino compleja y substancial.

De esta pintura nace una participación emotiva y corpórea en la realidad, que propone una dimensión existencial dramática pero igualmente ligada a la experiencia de la vida. Con vida se entiende aquí la concreta y plena adhesión –exenta de cualquier enajenamiento anoréxico fragmentario– a la estructura de la realidad de quien la puebla. Si asumir la condición del hombre contemporáneo conduce fácilmente al tema de la soledad y del aislamiento, no es automático que de éste derive un distanciamiento, un abandono o la renuncia a una instancia representativa de la complejidad.

Como muchos artistas del siglo XX, también Amaya capta y denuncia el irreversible distanciamiento entre realidad y aspiración percibiendo en el ánimo un deseo ilimitado y perpetuo, constreñido, sin embargo, por una dimensión real discontinua. Aprehender el sentido secreto de esta realidad y transformarlo en un conjunto de imágenes comprensibles se vuelve el objetivo primario de una búsqueda estética que en los últimos quince años ha consolidado un lenguaje original, desarrollando en modo único e innovador un tema asaz clásico en la modalidad de la figura aislada o de la composición de cuerpos desnudos. El desnudo, de resto, recoge y refleja la esencia del individuo como metáfora de un mundo y se presta idealmente a cualquier evocación simbólica, en particular a la idea del cuerpo como espejo y miniatura de todo un cosmos.

Amaya se confronta directamente con algunos maestros de la pintura moderna y contemporánea distorsionando o eliminando los formalismos, pero respetando regularmente los contenidos y las metáforas. A diferencia de las citaciones, que aparecen de forma episódica y transversal en muchos ejemplos de la pintura contemporánea, la confrontación temática frontal confiere aquí a muchas obras un carácter afirmativo, aunque siempre saturado de compromiso.

La amplia poética de Amaya, ya conocida –a partir de la publicación en 1987 del libro de aguafuertes– como «dramaturgia del dolor», se puede definir como profunda exploración a través de seis grandes temas, que confrontan la experiencia humana con diferentes condiciones: el espacio danzante, el reflejo de sí, la multitud, el viaje dantesco, la escansión del tiempo y la transformación. A éstos corresponden otros tantos grupos de telas, que proponen aspectos entre ellos coherentes de un discurso estético reticular y reconocible por núcleos.

El primer tema, del movimiento vital de cuerpos en el espacio, se convierte en Amaya en el de los espacios en torno a la figura. La danza se entiende entonces como un evento ante todo interior y, sólo después, de relación con el mundo. En tres pinturas esta propuesta aparece con evidencia: en Pensando en Gabriella un vórtice de microfragmentos policromos filiformes envuelve una figura visiblemente concentrada en un instante de su propio movimiento. ¿Es el espacio que danza o es la bailarina que gira en una nube? Ambas cosas. La mujer aparece, sólida, en un momento dilatado que confiere eternidad al instante. La nube que la confunde en una policromía filiforme parece en cambio desenrollarse a lo largo de una perenne recurrencia sincrónica y a modo de espiral.

El movimiento propuesto por El gran rojo, en cambio, propone una confrontación menos fuerte entre llenos y vacíos, para determinar una auténtica rarefacción del espacio. Secciones de varias instantáneas de una figura se confunden aquí con aquellas que agolpan los límites del movimiento y sus dimensiones. La fluidez envolvente es sustituida por un gesto más ritmado y repetido, orientado a indicar la dificultad de esta posición. También aquí, como para la obra sucesiva, la danza es interior y solitaria, pero el ejemplo de Éxtasis agrega una ulterior relación. La bailarina se abandona en una danza con el espacio mismo, esfumándose literalmente en el movimiento de ambos. El bailarín inmaterial de esta pareja no conduce o se deja llevar en la danza, pero corresponde a cada gesto y paso configurando una coreografía unitaria y totalmente dual.

El segundo tema enfrenta una cuestión fantasma subyacente al autorretrato, a menudo protagonista en la pintura italiana y española: el reflejo de sí. Los dos narcisos realizados a casi once años de distancia el uno del otro, constituyen un tema central para Amaya, ofreciendo diferentes pautas para la reflexión. El primer narciso, encuadrado de espaldas, ofrece al espectador sólo el reflejo de su rostro; el vigor de un cuerpo joven y acuclillado que se escruta a sí mismo en la superficie de un espejo contrasta con la faz dudosa e incierta de quien no logra reconocerse. Las modalidades y los cromatismos de esta imagen, que evoca la organización del espacio siguiendo las modalidades de Velázquez, tienden a acentuar tal diferencia: el anverso, que aparece en primer plano, está iluminado con pinceladas amarillas y ocres y sombreado por tonos marrones, grises y azulosos. El frente, que aparece como reflejo del fondo, está en cambio determinado por zonas de sombra de la frente, de los ojos y del cabello. El reflejo, se descubre luego, no es simétrico. Al hombro izquierdo, curvado y sostenido por el brazo tenso, no corresponde su elemento especular, sino el hombro izquierdo real de la figura de enfrente. Igual sucede con el brazo y el muslo. El espejo pues no restituye un reflejo, sino otro, invertido y tal vez irreconocible. Narciso se busca y no se reconoce, perdido en una imposible búsqueda de sí mismo.

El modelo de Narciso presentado en la segunda pintura señala una sorprendente superación del tema. Como un eco de la lección asimilada de Caravaggio, también aquí un joven aparece acuclillado, pero esta vez con la cabeza inclinada y orientada hacia una zona subyacente y fuera del cuadro. El espejo de agua del mito, que en la primera pintura era un umbral vertical, aquí ha desaparecido. ¿Dónde está la imagen reflejada? La composición ha sido patentemente vaciada de la profundidad de los campos que diluyen los contrastes vistosos del cuerpo atlético del joven en una policromía nebulosa e indeterminada. La figura, más bien, parece desvanecerse en la dirección de su mirada. Pero, si se observa mejor, Narciso no mira, porque tiene los ojos cerrados. Es un Narciso «en sueño», como indica el título, soñante y alelado, incluso cerca del umbral de la muerte. Narciso, de la voz originaria, significa precisamente alelado, crispado, literalmente narcotizado, o sea «en sueño». Por tal motivo, la flor del narciso, llamada soporífera, acompaña los ritos fúnebres de la antigüedad. En el mito, Narciso es transformado en la flor homónima y encuentra la muerte, por haberse enamorado de su propio reflejo, o sea, por no haber sabido salir de sí y amar a otra criatura. En el cuadro, como en el mito, al reconocerse en el reflejo de sí mismo y no en la búsqueda de otro, su vida pierde sentido.

El tercer tema de la poética de Amaya se puede encontrar en la multitud, entendida como extensión y multiplicación del estado de soledad. Dos obras en particular consideran la multitud al poblarse de personajes: Paraíso del infierno y No todo es vigilia la de los ojos abiertos.

En Paraíso… un número de personajes colma en diversos planos una escena nocturna. A la izquierda, un cuerpo masculino marcadamente miguelangelesco parece darse vuelta hacia atrás y hacia el centro compositivo de la obra. A la derecha, lo complementa y corresponde un abrazo entre un hombre y una mujer, esta última abandonada y sostenida por los brazos de él que parece levantarla. Los dos núcleos que equilibran simétricamente la composición, se encuentran casi en el mismo plano, pero no comunican entre ellos. Están juntos sin pertenecer al mismo espacio. Del área central y profunda de la pintura emergen figuras aisladas que tienden a acentuar este efecto: el rostro y el torso de una figura masculina que intenta levantarse del suelo; otro hombre acurrucado y aparentemente comprimido por el escenario mismo; un tercer individuo, que se debate en esta oscuridad policroma. Es una multitud de soledades, que no pueden compartir la misma realidad, pues ésta no es legible de manera uniforme para todos. Cada personaje parece participar del propio incomunicable dolor, expresado al unísono también por la pareja que se abraza. Pero no emerge una visión coral, o de común participación. El título mismo, que alude a una posición antitética y difícilmente admisible, empuja al individuo a un equilibrio perenne entre dos mundos o condiciones extremas.

Realizado siete años después de Paraíso…, el segundo cuadro presenta esta visión dándole substancia con una afirmación precisa: No todo es vigilia la de los ojos abiertos. La imagen presenta de súbito una paradoja, porque también en este caso ninguno de los personajes de la pintura tiene los ojos abiertos. ¿Qué significa entonces este título? Se trata de un ensayo publicado en 1928 por el maestro de Borges, el filósofo y poeta argentino Macedonio Fernández, que propone una reconstrucción de la realidad a partir de estados perceptivos progresivos: la visión racional, la visión onírica y la visión mística. La alternancia de estos estados, guiados por la pasión entendida como participación en la vida, conduce, según Macedonio, a la contemplación de la eternidad. Amaya parece interpretar este pensamiento anulando las referencias espacio-temporales que vinculan la mirada a la visión racional. ¿Dónde se encuentran los personajes de la pintura? El primero, a la izquierda, propone exactamente el escorzo de Paraíso…, si bien aquí la composición por campos tirando a manchas vuelve mucho más evidente la disolución de la masa corpórea en el ambiente. El cuerpo, por otra parte, ya no parece retroceder, sino dirigirse hacia adentro con una torsión rotatoria. El resto de la composición mantiene el mismo esquema: otras dos figuras, una masculina y una femenina, provienen de la extremidad del cuadro y parecen dejarse aspirar hacia el centro. El resultado es un movimiento espiraliforme, orientado hacia el centro, que conduce tres personajes autónomos a una misma disolución. Tal estado de visión onírica presenta entonces una realidad diferente de aquella de la simple vigilia racional y mucho más rica y compleja. Una sola multitud se desliza ciegamente hacia lo indeterminado, en un movimiento en espiral al que parece destinada, solitaria y diversa cada una por origen y movimiento, mas no por destinación.

El cuarto tema del recorrido poético de Amaya es el del viaje dantesco, como aparece en un conjunto de obras dedicadas a la obra del supremo poeta italiano. En 2000 «Piovean di fuoco dilatate falde», inaugura el primero de una serie inspirada en el poema infernal, expresamente descrito por el verso XVI:30 del Inferno. El texto describe el escenario de una vasta y silenciosa lluvia de fuego que cae en colas dilatadas como la nieve sin viento en un desierto habitado por grupos de blasfemos usureros y sodomitas. La recreación pictórica presenta la ambivalencia humana y bestial de los condenados, de los rostros distorsionados en máscaras goyescas o ausentes y envueltos por el fulgor naranja de nubes incendiadas.

A partir de este cuadro, Amaya emprende un auténtico viaje por los territorios infernales, que lo lleva a realizar en 2002 otras dos obras. La primera «Ma quell’anime che eran lasse e nude» propone a partir del verso III:100 el primer impacto con las almas miserables y desnudas de los condenados, que se aprestan a superar el umbral de la antesala del infierno y «Or discendiam qua nel cieco mondo», en el que aparece, en IV:13, una visión de la ciega e inmensa profundidad del cono que desciende hacia el infierno. El mundo «ciego» de Amaya es un mundo privado de la luz del pensamiento y por lo tanto demente: he aquí entonces que la profundidad infernal asume la policromía vivida y contrastada por una realidad violenta visible para todos en su absurda ceguera. En 2003 el autor retoma el tema con «Elle giacean per terra tutte quante» Inferno VI:37 – en el que una lluvia grave, rumorosa y constante aplasta contra el suelo sombras faltas de una real consistencia corpórea. En el lienzo una tempestad de colores puros se abate sobra una figura semi-supina y parece hacer precipitar con movimiento fluctuante otras dos aparentemente despojadas de masa. Aún más contrastada que en la obra precedente, la luminosidad de la escena añade violencia y dureza al impacto de la condición de los condenados. Se percibe un infierno existencial, dominado por una mancha líquida y petrificada al mismo tiempo, vital en la eterna violencia que comunica una selva animada.

Completa hasta hoy la serie Abandono celeste, dedicado al tránsito hacia el Purgatorio, que indica el desarrollo ulterior orientado hacia otros cantos dantescos: aquí dos figuras parecen corresponder a dos mundos y contextos separados por un límite marcado por un horizonte lineal. Se trata del despertar de Dante del infierno y de su ingreso en el purgatorio a través del rostro de la guía femenina del paraíso, Beatriz, delicadamente abandonada y casi melancólica en una esfera también cromáticamente celeste. El evidente tratamiento de la paleta, la diversidad prospéctica de los cuerpos y el umbral horizontal subrayan, en fin, una diversidad esencial, como aquella entre vigilia lúcida y onírica, o entre tierra y cielo, o incluso entre masculino y femenino, pero sugieren también el deseo de superación y de fusión entre mundos y dimensiones lejanas y diferentes.

El quinto tema encara el problema de la narración en el espacio, o sea la definición temporal de una serie de imágenes. A la base de la composición de casi todos los trípticos pictóricos, se verifica en Amaya la presentación de individuos solos antes, durante y después de un evento. Como en tres fotogramas de un único movimiento, la figura resulta siempre transformada en su estado a partir de veloces cambios en la posición, el cromatismo o la composición. El efecto general de mutación de una figura a otra es siempre muy superior a las señales que lo evidencian, precisamente porque el flujo de la temporalidad interrumpe e inmoviliza la visión pictórica.

Esta hipótesis halla su origen en 1989 con el tríptico Tres modos de malentender y reaparece en 1994 con Enigma de la Esfinge, en el que tres rostros femeninos interpretan otras tantas estaciones de la vida. En 2001 el tema se retoma y el pintor lo elabora en forma madura con la obra Tríptico del fuego. El primer plano de una figura femenina despunta a la izquierda de una compleja composición de manchas. Su mirada se dirige más allá de la pintura, en una tensión motivada por un ailleurs. El mismo personaje reaparece en seguida con los ojos cerrados y la cabeza inclinada, como quien comprime en una torsión definitiva la mirada precedente. Le responde, como en contrapunteo, a una nueva presencia sobre el lado derecho, visible en un plano diferente y presente en el espacio hasta el torso, que parece reproducir la tensión emotiva de la primera escena. El tercer cuadro cancela definitivamente la figura protagonista, sustituyéndola con la del fondo del primero que aparece en la misma posición pero con un escorzo diferente. ¿Qué ha pasado? Un evento perceptivo, señalado por la visión de la primera figura, lo repite aparentemente la segunda. En realidad el suceso es irrepetible, así como insustituible lo es el individuo. La repetición de un gesto, un rostro, una mirada, no produce sincronía, sino ciclos insertados en una estructura temporal irreversible y diacrónica. La última escena no es la primera, porque quien la interpreta es otro. Nace la hipótesis de que el tiempo, por más que sea cíclico y compuesto por eventos repetibles, contenga, de todas maneras, una dimensión diacrónica que vuelve irrepetibles los individuos e irreversibles los acontecimientos.

El Tríptico de la tempestad desarrolla en 2004 esta visión, volviendo a proponer la estructura compositiva del Tríptico de la selva e incluso la de Tres modos de malentender, estos últimos trípticos en pintura y dibujo de grandes dimensiones, los dos de 1989. En ellos, la misma figura aparece en tres escorzos –de tres cuartos, frontal y de nuevo de tres cuartos especular al primero–, en una tensión de todo el cuerpo dirigida hacia lo alto. La versión de La tempestad respeta esta composición, pero la secuencia temporal narra un suceso completamente diverso. Una serie de manchas de impronta informal o figurativa que evocan el gesto de Tápies, el trazo de Tamayo o la policromía de Obregón, determina tres órdenes de movimientos horizontales; esta fluctuación la anima una paleta circular que gira entorno al turquí, compuesta por azul cobalto, rojo cadmio oscuro, verde veronés y calibrada por una compacta transición ocre-tierra de siena. El escenario, literalmente tempestuoso, se sostiene con la sola configuración abstracta de los tres movimientos independientes entre sí. No obstante, en la parte superior de cada uno de las tres núcleos policromos se delinean los rostros de una figura que cambia junto con el propio espacio. La fusión entre masa y mancha es tal que logra desacelerar la emersión óptica de los cuerpos al punto de llevarlos a una lenta suspensión e indeterminación, casi a tener que preguntarse si un cuerpo pueda realmente habitar un espacio. Un individuo, lúcidamente consciente del repentino e inevitable cambio de escenario, no lo combate ni lo resiente: se compenetra con la tempestad, confrontándose valerosamente con un horizonte de eventos que circundan el abismo.

El sexto tema aborda la naturaleza de la existencia humana, entendida en sus orígenes como irreversible caída en el mundo, para evolucionar hacia un equilibrio entre estados opuestos y llegar a la idea de transformación y pasaje hacia la vida.

La primera obra que marca un abierto inicio de esta temática en 1989 es, una vez más, La caída, con el personaje femenino suspendido boca abajo. Su contrario, desenfocado y apenas perceptible, tiende los brazos hacia lo alto, como para ratificar el deseo que opone y combate un estado de encarcelamiento existencial. La idea de caída en realidad tiene un comienzo ya en 1987, con la interpretación del mito de Ícaro elaborada en una serie de dibujos de gran formato, en los que una figura masculina falta de alas se precipita velozmente hacia un abismo aparentemente sin límite y con una aceleración a guisa de parábola. Si en La caída este principio se aplica a la condición del individuo condenado a una suspensión volcada hacia abajo, con el tiempo el pintor retoma y reinterpreta la figura de Ícaro en un contexto más amplio. De 2004 es, precisamente, la versión de Ícaro entre esfinges, donde un Ícaro en una visión frontal se coloca entre dos rostros simétricos. La especularidad de esta composición resulta inmediata: un desnudo masculino orientado hacia abajo se opone, por dirección y naturaleza, a dos rostros femeninos, opuestos también en la luz diurna y nocturna que emiten. La caída es aquí el descenso de un cuerpo tenso, materialmente masculino, que no puede comunicar con su esfera opuesta, a-corpórea, inmaterial y femenina. En el lienzo Abandono celeste, dos mundos tampoco se encuentran, resultando literalmente separados por un umbral. Aquí, en cambio, aparecen totalmente compenetrados. Ícaro que se precipita desde lo más alto de su soberbia, atraviesa sin verla la eternidad sidérea contemplada por las esfinges, inmóviles e inconocibles en una perenne alternancia de lo diurno y lo nocturno.

El tema, sin embargo, está destinado a evolucionar todavía, creciendo de nuevo sobre la propuesta poética de La caída y desarrollando ulteriormente la idea de transformación inaugurada en 1992 con Metempsicosis y más de una vez indicada como elemento fundacional de la experiencia humana. La obra más reciente de esta producción, Del Maíz, presenta un personaje que no cae, sino que brota de un origen distante y desconocido. No se eleva, transmigrando hacia otra dimensión y tampoco se precipita. Su movimiento, lentamente rotatorio, crea un efecto de emanación desde la profundidad, desde las vísceras hacia el exterior, como si se tratara de un nacimiento. Es un cuerpo desnudo que no permanece suspendido o colgado sino que llega al mundo a través de un proceso de salida, de laboriosa transformación de un estado a otro. La expresión del Maíz hace referencia al título de una novela del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Hombres de maíz, que a la vez repropone un mito maya de la creación del hombre, plasmado por los dioses con masa de maíz. En esta significativa cosmovisión el hombre americano llega al mundo como resultado de una lenta y laboriosa combinación de naturaleza y esfuerzo que termina en una forma reconocible, animada y de color amarillo oro. De un amarillo que sólo un artista americano puede haber interiorizado, junto a una paleta abigarrada que, lenta pero inexorablemente, abandona o se distancia del cromatismo europeo.

Así es el nacimiento, parece sugerir Amaya, que sintetiza en un evento la dificultad y, al mismo tiempo, las infinitas posibilidades de transformación que ofrece la condición humana.

Hilando estos temas –el espacio danzante, el reflejo de sí, la multitud, el viaje dantesco, la escansión del tiempo y la transformación– se puede fijar una trama reticular común; estos elementos arman los nudos de una estética del sufrimiento, que emplaza, a su vez, una visión dramática pero valerosa de la existencia humana. Los protagonistas de esta realidad aparecen constreñidos al perpetuo tormento espiritual de la travesía de lo insuperable. A veces son espíritus que atraviesan el infierno azotados por una tempestad de fragmentos, o se trata de cuerpos débilmente fluctuantes en ambientes enrarecidos, o más aún, figuras que se destacan, a trechos, vibrando entre las frondas. Estos cuerpos, entre las manchas en perpetua tensión y transformación, se debaten entre periodos de constricción e instantes de libertad, desplegando la energía de una gran desesperación. Es una estética del dolor como experiencia ineluctable, que destruye y vuelve a crear al ser humano, regenerando, de vez en vez, la vida. Se advierte un renacimiento tan intenso que es capaz de ignorar el límite natural impuesto por el tiempo y el espacio. Pero a la vez tan enérgico que es diestro en animar esa mancha salvaje que protege entre las sombras a los vivos en quietud o los redime, en la luz, durante la tempestad. Porque si se observa la obra de Amaya con atención, ella demuestra que hay realmente vida en la mancha.

Sean Funes (Dublín, 1930).
Historiador y crítico de artes.
Ha trabajado como conservador en el Museo de instrumentos musicales de Edimburgo. Sucesivamente se ha dedicado al estudio del grabado y de los libros de arte de la colección de la Queen’s Gallery at Holyroodhouse de la que ha sido hasta 1999 curador del Gabinete de Dibujo y Grabado. Ha publicado diferentes libros, entre los cuales Grabado y pintura de América Latina de mitad del siglo XX (1962), Historia innaturalis (1968), Books, bindings and manuscripts of the Queen’s Gallery at Holyroodhouse (1994), An ivory Cantonese chocolate fan (1999), Nothing that has been heard can be retold in the same words (2003).
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