Revista TriploV de Artes, Religiões & Ciências . ns . nº 56. janeiro-fevereiro 2016



 

José Javier Villarreal. Nació en Tijuana, Baja California, en 1959. Poeta, traductor y ensayista. Entre sus libros se cuentan Campo Alaska (Almadía, 2012), Las penas del guardador de rebaños Tras la huella del Polifemo (FCE, 2013) y Las cosas de la tierra de Ferreira Gullar –antología y traducción- (Bonobos editores, 2015). Se le han concedido los siguientes premios y distinciones: el Premio de Poesía Aguascalientes, el Premio Nacional de Poesía Alfonso Reyes, el Premio a las Artes (UANL), el World Cultural Council. Es miembro artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Foto de Stefania Arredondo Ramírez
 
JOSÉ JAVIER VILLARREAL

Ensenada

(inédito)

 

Vamos con una piedra.

La piedra está ahí,

no podemos fingir y sabemos que la piedra es famosa;

se le han escrito numerosos y magníficos poemas,

artistas de renombre han declarado que se ponen

a su servicio

en el momento que toman el cincel y el martillo.

Hay amantes que recogen una piedra para dársela a su amado.

¿Por qué esa piedra y no otra?, ¿por el color, la forma?

No lo sabemos, y la piedra en cuestión tampoco lo sabe;

sin embargo, esa piedra ya no es cualquier piedra,

no sirve para hacer un poema, tampoco una escultura;

por lo general ese tipo de piedra es pequeña y cabe

en la palma de la mano,

se puede llevar en el pantalón o en la camisa,

se puede llevar a todas partes, incluso se puede llegar

a perder;

un buen día la buscas y ya no está,

jamás la vuelves a ver,

no la sientes, no pesa en tu mano, no te lastima al tacto

ni siquiera recuerdas cómo era, qué color tenía,

si era negra o dorada, porosa o lisa;

realmente no te acuerdas de la piedra;

sin embargo, su ausencia te inquieta,

no te deja dormir, ver la televisión,

concentrarte en tus deberes.

Adamastor, el personaje de Camões, se convirtió en piedra,

en los sesenta un súper héroe era de piedra,

en los setenta un famoso pugilista era conocido como Mano

de Piedra.

Las piedras siempre han estado ahí; de hecho, una leyenda

griega

cuenta de una pareja que arrojaba piedras y el mundo

se iba poblando;

desde esa perspectiva todos somos de piedra

o venimos de la piedra.

Cristo fue sepultado tras una piedra, pero unos ángeles

bajaron,

quitaron la piedra y él pudo salir de su sepulcro,

pero esto sólo le ha sucedido a él a todo lo largo

de la historia,

no hay otro caso que se le asemeje;

nadie, hasta la fecha, que no sea él ha podido resucitar.

No cabe duda que las piedras tienen su peso

y significación;

quizá por eso los amantes, entre tantas cosas que regalan,

regalen piedras, pequeñas piedras que caben en la palma

de la mano,

en el bolsillo del pantalón o de la camisa;

piedras que se pueden perder,

pero cuyo peso va aumentando día con día

y es tan grave perderlas como conservarlas.

Está la historia de ese amante que cargaba su piedra,

que subía hasta lo más alto

con la intención de deshacerse de ella,

pero había algo sordo y oscuro, algo que no podía

explicar,

algo que lo hacía bajar corriendo y, con un ahogo

que lo sofocaba,

buscar su piedra en ese mar de piedras, buscarla

con tal premura y ansiedad

que lo hacían siempre encontrarla;

y ya que la tenía consigo, que la podía tomar

entre sus manos,

crecía ese sentimiento, esa furia, que lo hacía escalar

de nuevo

con la intención de deshacerse de ella, de arrojarla

desde lo más alto;

pero una vez que la oía caer, que sentía el peso

de su ausencia,

corría, con un dolor en el pecho, a ese mar de piedras

donde habría siempre de encontrarla,

donde siempre habría de reconocerla.

Los musulmanes, una vez en la vida, van a la Meca;

para dicho viaje se preparan como es debido,

hacen sus oraciones de rigor, comen determinados

alimentos,

se abstienen de ciertas cosas, y otras las hacen

con mayor cuidado.

Dan vueltas y más vueltas alrededor de una gran piedra;

quizá se trate de la nostalgia por aquella pequeña piedra

que un día tuvimos entre las manos y que es fecha

que no nos resignamos

a haber perdido.

Las montañas suben al cielo,

el cielo desciende y humedece mi cabello.

Pero no es cierto.

Esto lo escribo sobre una mesa

en una pequeña habitación donde las paredes y el techo

se van juntando, se van cerrando.   

Lucian Blaga no soy;

tampoco Darie Novaceanu que lo ha traducido.

En Concepción

compré pan y una botella de vino con Omar Lara

que también lo ha traducido.

No soy Lucian Blaga a quien leo,

un poeta rumano que nada tiene que ver conmigo;

no conozco su idioma,

nunca he estado en Bucarest.

Pero cómo incomoda saber que no soy Lucian Blaga

-a quien leo, siendo quien soy-

esta tarde en Monterrey.

Es el tenedor lo que más se distingue sobre la mesa,

el espejo en el cuarto de baño,

el baño con su pasta, su cepillo y sus toallas.

No hay relación entre el tenedor

y el baño oscuro, viejo y cansado

ni siquiera están cerca ni siquiera en el mismo piso.

Yo leo sobre la cama una extensa novela,

por la ventana se filtra el sol.

Es el tenedor el cubierto que domina a un lado del plato,

el espejo lo que más sobresale en el baño,

la temperatura constante, yo sobre la cama,

el piso abajo y el techo arriba.

La novela ha quedado sobre la cama,

no se involucra.

No hay una clara razón para escribirte esto

que en realidad es tan poco:

el tenedor sobre la mesa, la luz del día, el baño,

la cama que me sostiene, el piso abajo y el techo arriba;

no hay que olvidar que la temperatura se ha mantenido

constante,

que hablé contigo, y estabas triste;

no hay que olvidar ni un solo detalle

de esta naturaleza que no habremos de colgar

en cuarto alguno.

Esa tarde, en Baja California, en Ensenada,

compré Un drama de caza, de Antón Chéjov; antes

había recorrido la “ruta del vino”,

había visitado el Museo del vino, había preguntado,

en Valle de Guadalupe, por el horario del restaurante;

había visto, a través de una ventana, fotografías

de familias rusas, hombres viejos, mujeres con pañoleta.

Había un sinnúmero de objetos, ahora inservibles,

fuera ya –distantes- de la órbita de su uso cotidiano,

abandonados por la luz de una vida que ya no era la suya.

Un samovar, una hornilla, herramientas de labranza.

Esa tarde, en una librería de Educal, compré la novela

Un drama de caza, de Antón Chéjov; también había comido

en los lugares recomendados

los platos recomendados.

Esa noche, en el hotel Posada del rey comencé la lectura.

Inmediatamente me encontré con una geografía

que no tenía que ver conmigo,

los personajes eran otros, las distancias y lagos

eran otros;

la magia de Chéjov se cumplía, lo que estaba,

lo que se podía tocar, se difuminaba,

otro mundo se iba apoderando de este mundo.

El Museo de Guadalupe, el restorán, la “ruta del vino”,

iban quedando muy lejos. El mar se hacía a un lado

y los bosques aparecían; aparecía un bochorno y una humedad

que sólo habitaban en la novela; Ensenada

le era indiferente.

A pesar de la trama la urgencia por buscar una farmacia

se impuso.

Salí de la habitación con un chaleco y un saco, eran

mis únicos abrigos ante el frío de la noche.

La calle principal estaba vacía, las tiendas y joyerías

cerradas,

algunos bares que agonizaban y una noche

que no correspondía con otras,

mucho tiempo atrás, caminadas en Ensenada.

Finalmente encontré una farmacia y compré las pastillas

y el agua que calmarían mi acidez.

El frío se hizo tolerable, el mar se adivinaba.

Caminaba de regreso por una calle que siendo la misma

era otra.

El tiempo había pasado, muchas cosas habían pasado,

otras estaban sucediendo y yo caminaba de regreso

con mis pastillas y mis botellas de agua.

El frío no me recordaba nada, la novela de Chéjov

(que éste escribió a los 24 años y que decidió

su carrera literaria)

empezaba a confundirse con mi historia,

con esas dudas y deseos, con esa inquietud

que me llevaba a transformarlo todo,

a habitar un mundo que sólo yo me sé, o creo saber;

a quedarme detenido cuando debo avanzar.

El mar está ahí y la ciudad también. Esta caminata

no termina, se prolonga, pero no me cansa.

He vuelto tantas veces al hotel y, otras tantas, he salido

a buscar una farmacia.

He comenzado la novela, pero no avanzo;

he creído estar donde he creído estar, pero nunca

con una completa seguridad. Esta tarde, en Baja California,

en Ensenada, compré una novela, Un drama de caza,

de Antón Chéjov,

visité los lugares que era obligado visitar,

comí los platillos que me fueron recomendados,

me hospedé en la Posada del rey y salí de noche

a buscar una farmacia

donde comprar agua y algún medicamento para calmar

mi acidez.

Sigo caminando por esa calle que me debe ser tan familiar,

sigo siendo quien soy y la gente me saluda por mi nombre,

sigo pagando mis pastillas y mis botellas de agua,

sigo caminando con mi chaleco y mi saco, y el mar está ahí,

la novela sobre la cómoda, los transeúntes

cada vez más escasos

y yo sintiendo este frío, esta realidad de buscarte

y no encontrarte.

 
 
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Contacto: revista@triplov.com
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Dir.
Maria Estela Guedes
PORTUGAL
 
 
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