REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


Nova Série | 2011 | Número 18

   

Insistente, corta el sable la maroma; y el puente levadizo cae con súbito estruendo. Las lechuzas, sorprendidas, elevan el vuelo dispersando graznidos. Al ocultarse la luna tras las nubes la traición pudo consumarse. Caballeros entran a galope en el patio abatiendo al alevoso de un mandoble que cercena limpiamente la cabeza. En ese instante postrero, cuando la cordura ilumina el cerebro, separado como está del corazón más de quince pies, comprende que los desleales no vuelven jamás a ser creídos; tienen enfrente a los dos bandos en liza, y su única duda consiste en saber quien de ellos ejecutará la sentencia dictada por el destino. La incertidumbre del renegado se resuelve en cuestión de segundos: es el invasor quien blande la hoja homicida, pagando con perfidia la perfidia; y la que rueda por el suelo empedrado -escindida, amoratada- es su propia testa. La alargada pica penetra por la cuenca de un ojo, y el globo blanquecino se aparta para no interferir. Un caballero sin entrañas, de pie sobre la cabalgadura, eleva la lanza mostrando el trofeo. Rubios cabellos teñidos de sangre, el rostro macilento y un ojo estallado, revelan a los suyos la naturaleza del premio concedido a los traidores. Grana y oro mezclados, la cabeza emancipada del cuerpo y el pensamiento aligerado del lastre de las pasiones, se hacen proclama inicial de una matanza sin parangón en la historia.

EDITOR | TRIPLOV

 
ISSN 2182-147X  
Dir. Maria Estela Guedes  
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PEDRO SEVYLLA DE JUANA

 

La boda de la Albigense

                                                                  
 

¡Sangre sobre la sangre! Salvaje es el grito de los invasores; y se aprecia la gama íntegra de tonos bárbaros porque el dolor ahoga en el pecho los alaridos de los sitiados. Ágiles sombras se descuelgan de los muros, fantasmas armados de espadas espectrales se deslizan por las escaleras, toman las salas, hunden las hojas de acero en los cuerpos dormidos. ¡Sangre y exterminio!: claman los asaltantes; y al oír la llamada sale la sangre a borbotones dejando exangües los cuerpos. ¡Alerta! ¡Alerta!: se oye gritar en la torre al vigía: Qué nos atacan, ¡alerta! Los confiados centinelas apostados en barbacanas, almenas y adarves caen sin exhalar un gemido. Saetas imparables surgen de la noche buscando antes que nada las gargantas, para enmudecerlas; y ya en la caída, cuando las manos sueltan las armas para acudir al cuello, flechas hermanas de las predecesoras atraviesan los corazones dolientes sin calmar la hostilidad de los arqueros. La explanada del castillo es un hormiguero de soldados inquietos que van y vienen portando copioso aparato de guerra.

Rejones endurecidos invaden pechos generosos, los capaces de mayor indulgencia; la carne palpitante se abre a las picas como flor de doncella forzada, suspiros agónicos ablandan las piedras del muro. Las sanguinarias huestes enviadas por el Papa de Roma, a quienes se han unido las del Rey de Francia -se mueven ambos por razones diferentes pero el ansia de poder es común- atropellan los derechos todos matando la vida. Los mercenarios pagados con limosnas extraídas de cepillos abiertos en miles de iglesias, los mozos reclutados a la fuerza en las labranzas más pobres, los desalmados acogidos al favor de la Cruzada contra los Albigenses y los engañados desde el púlpito, sorprendidos en su buena fe por la santa palabra que esta vez promete un botín generoso e inmediato; todos ellos, sacudidos con arengas de los caudillos, con marchas militares o himnos religiosos, abren en canal el vientre de las mujeres preñadas, prenden teas en los vestidos de las ancianas caducas y machacan los débiles cráneos de pequeñuelos desconsolados sirviéndose de mazas de madera y férreos pinchos. Bajan, más tarde, el paso marcial y el ademán decidido, a las mazmorras; y asombrados de que no haya cautivos ni presos, se dan un carnal festín con las tiernas muchachas, casi niñas, que han sobrevivido al ataque y desconocen la naturaleza de la agresión soportada.

Quienes sufren de modo tan cruel e inhumano son los Cátaros: Perfectos y Creyentes. Los que reciben este trato brutal son los más puros seguidores de Cristo Espíritu, los amantes de la concordia y de la libertad, los hospitalarios, los que creen que el bien de los demás es el suyo. Los perseguidos como alimañas se higienizan a diario en contra de la costumbre extendida, trabajan con ahínco y huyen de los lujos, respetan la vida y no ofrecen sacrificios cruentos, ignoran los dogmas y la autoridad de reyes y pontífices, representan sin gaje ni ventaja a los conciudadanos cuando son elegidos y votan cada año a sus representantes. Mas una bula papal declara pecaminosa toda compasión sentida por la suerte de esos herejes. Las órdenes dadas desde la bicéfala jerarquía son terminantes: ¡Caiga la piedra que soporta la piedra!, ¡cese el latido que impulsa la vida! Nunca la historia hubo de relatar tanta saña; por ello los historiadores, en su juicio ecuánime, suavizaron los hechos.

Al poco de dormirse, atemorizada, despertó Liliane, Lily en familia. Las imágenes sangrientas de su dolorosa pesadilla irrumpieron en la mente como en cenobio confiado. Soldados lúbricos forzaban a las novicias acogidas al amparo del ara, caídas de hinojos a los pies de una divinidad impasible. En tan sagrada presencia se formuló la lujuria, concupiscencia acreedora de la consideración más lasciva. Ante las miradas huecas de los santos fue derramada la sangre virtuosa, reservada desde siempre al Amado. Trató Didier de sosegar a Lily, pues debido a la insistencia puesta en establecer su carnal dominio de esposo, se juzgaba culpable de la agitación. El esponjoso lecho de la Cámara Nupcial, el protector baldaquín, la imagen figurada de los que en esa intimidad se amaron antes de regresar al torrente de la vida y, más que nada, el encanto irresistible de la inmaculada joven; llevaron al enamorado, tributario de una osadía irreconocible para la novia, a romper el compromiso adquirido. Antes de los esponsales convino la tregua Didier con una Lily intacta: tres días y tres noches habían de retener aún el deseo en su cárcel, antes de permitirse los goces sensuales. Liliane ha transitado como entre asperezas selváticas a lo largo de una jornada turbadora, y su mente mezcla las sensaciones y los convencimientos, aunándolos pese a la discrepancia de naturalezas. En un lado aparece la pasión excedida de Didier, un ardor poco menos que combatiente, nominado señor de la fortaleza que ella aún preserva. En el otro las históricas matanzas producidas en escenarios abiertos, obra de cruzados e inquisidores, cuyas víctimas eran gentes a quienes en razón de sus apellidos cree ella pertenecer. La imaginación encendida de Lily sumó, mezcló, agitó; transformando el amoroso requerimiento de Didier en un asalto brutal.

Amigo yo del novio desde la adolescencia, el afecto nació entre nosotros con el reiterado intercambio de hogares –Madrid en julio, en agosto Gaillac- entregados al aprendizaje del idioma del otro; y cultivé ese apego durante años como la empatía me aconsejó. Lo hizo bien; de ahí que, el 28 de Junio de 1997, en calidad de témoin, asistiera a la boda de Didier Bournay et Liliane Peyrepertuse Mirepoix, celebrada en la capilla de un castillo preparado como hotel en las proximidades de la histórica ciudad francesa de Albi, en el Languedoc, cuna de los albigenses o cátaros. Transcurrida la intensa jornada de ritos y celebraciones, ocupo un aposento del piso superior que guarda parte de la sobriedad originaria; y expulsado del lecho por el entrechocar de la avidez de reposo con los pensamientos hirientes, desciendo a la penumbra del patio vacío, al silencio custodiado por las armaduras armadas. Usurpando el sillón que en la mesa presidencial ocupó el desposado, me llegan las quejas de Lily, fruto agraz de un espejismo terrible. Posee la fiancé una belleza íntegra: su figura de modelo fotográfica, esbelta y armoniosa, suma valor a la perfección del rostro y al candor casi infantil que trasluce su sonrisa. A los trece años estudiaba español en la clase de Didier, y a veces nos acompañaba para practicar la conversación. El mutismo abierto en torno a sus circunstancias personales, rodeaba de un halo misterioso sus atractivos. Nos mirábamos cómplices o lo creí, fiado del corazón; y mi memoria de copain la fue fiel durante un lustro de cruces postales: tarjetas, cartas y fotografías, donde la timidez corregía las buenas maneras propias de la educación recibida. En un idioma o en el otro, Didier y yo nos fuimos hermanando. Practicantes de ciertos deportes arriesgados, viajamos a nuevos lugares en vacaciones de verano o de Navidad: Escocia, Finlandia, Noruega, Italia, Suiza. Acometiendo un ascenso alpino mi vida quedó en manos de Didier, y el camarada fraterno la preservó arriesgando la suya. Hablábamos de la amiga común con veneración –yo al menos- estrella inalcanzable, quimera; callando la creencia de ser correspondidos. Tan deseada, tan temida, la hora de la verdad llegó; el simétrico y equilibrado sentimiento de Lily se desniveló por fin. Sabiendo a Didier incapaz de hacer trampas en asunto tan serio, estimo que la proximidad física jugó en su favor. Sufrí en lo más íntimo cuando me comunicaron la iniciación del noviazgo. Pené, además, porque debiendo alegrarme, el bien de mi salvador no me alegraba.

Igual que a pariente me recibió antesdeayer Liliane en el seno de su familia, en el entorno de escogidas amistades. Puede que la amabilidad de trato corresponda a su manera de ser, cortés y generosa; cabe que esté compensando la acogida dispensada por mí el pasado verano en Madrid. Ocuparon ella y Didier las mejores habitaciones del piso de la calle San Bernardo, donde moro con mi madre viuda. Les cedimos la casa de Aranjuez, punto de partida de sus itinerarios turísticos. En el Museo del Prado la restauradora Liliane quiso ver las obras maestras de Goya y Velázquez; y el arquitecto Didier prefirió indagar en la evolución del edificio y los planes de ampliación. Mudado yo en guía de la joven, conduje la conversación a los tiempos idos, a lo que pudo ser. No le resultaba indiferente, deduje de sus hábiles respuestas; incluso, durante un tiempo, gocé de su predilección.

Como por ensalmo, noche cerrada aún, al llamado de mi pensamiento Liliane abandona la Chambre Nuptiale, sale al patio de armas y me encuentra absorto en esas cosas mías que tanto se relacionan con ella. Han de ser el lugar y el momento oportunos, porque pasado el instante inicial de sorpresa, deseosa la mujer de desahogarse, entra en conversación y me franquea el paso hacia sus interioridades. Tras explicar la pavorosa alucinación sufrida, sueño violento desencadenado por la acción de Didier, creyendo que las palabras pueden tornar lo confuso en comprensible, inicia la exposición de las certidumbres más arraigadas.

"Procedente de varias generaciones de antepasados instruidos, poseíamos una biblioteca abundante y bien seleccionada: más de tres mil volúmenes cerrados en alacenas, arropando las paredes desde el suelo de tarima hasta el artesonado del techo". Entregada de lleno al ejercicio de desvelar su enigma, se arranca del alma Liliane los jirones más adheridos. "Puertas acristaladas, cerradas dos a dos con una aldabilla, libraban de polvo y humedad tratados de filosofía e historia, colecciones de láminas artísticas, novelas de los grandes autores. Me escondía en la estancia cuando jugaba con mi hermana Flore y los primos, porque había rincones que permitían a una niña ocultarse respirando esa atmósfera de quietud y reserva. Curiosa de los enigmas encerrados en las páginas impresas, de puntillas, o sirviéndome de uno de los sillones que bordeaban la gran mesa central si quería los volúmenes situados en lo alto, mi mano derecha extraía el pasador inserto en el anillo. Al principio fue sólo un entretenimiento que formaba parte del juego. Pasó a ser cosa seria cuando vistas las estampas dibujadas leía las líneas que, al pie, explicaban su significado. Debían de ser sugerentes las frases, ya que, por lo común, lograban intrigarme hasta el punto de buscar el sentido completo. Como si se tratara de un vicio, a escondidas fue progresando mi dedicación".

"A los once años adquirí la costumbre de la lectura. Sin duda exageraba, pues desaparecía durante horas y, cansados de llamarme, mis padres me veían llegar con los ojos rojizos, como si hubiera llorado. Eran historias protagonizadas por personas de vida azarosa, las que me atraían; o libros religiosos repletos de piadosos ejemplos orientados a la causa de la salvación eterna. Descubría crónicas cuyas descripciones me aterraban; matanzas causadas a unas gentes buenas por secuaces de soberanos ambiciosos. Dejaron de interesarme los juegos que antes me retenían en el exterior, y la palidez de mi rostro iba a más. El médico hizo preguntas cuyo sentido yo no vislumbraba, y mi respuesta consistió en musitar tres o cuatro palabras mientras alzaba los hombros. Después de varias pruebas que no arrojaron síntomas claros de enfermedad, recomendó reposo y una alimentación reforzada; pues coincidía el escrutinio con un estirón de tal envergadura, que dejaba pequeños por comparación a los niños de mi edad, parientes y amigos. Sin consultarme siquiera me enviaron con unos tíos que vivían al borde del océano, presqu´île de Capferret, en una casa soleada y abierta a los vientos, privilegiado mirador de la pequeña ensenada del puerto pesquero. Espacio acogedor y saludable, sin duda, pero carente de biblioteca. El mueble de uso extendido que solía mostrar en los estantes algunos libros, en general novelas de amor, manuales de medicina doméstica o algún breve diccionario enciclopédico; allí acogía figuras de porcelana. Sin historias que prestaran alas a mi imaginación, y sin la compañía de otros niños por estar avanzado el año escolar, me aburría. Para evitar la pérdida de curso, el cura de la capilla cercana dirigía mis repasos con explicaciones salidas del sentir religioso. Intentó llevarme a su terreno e hizo de mí una niña piadosa que se interesaba por los asuntos de los santos. Conocí los principios generales del catolicismo, y me topé con propuestas que necesitaban la colaboración ineludible de la fe para ser aceptadas. En ellas me detuve. De algo serviría la asistencia del sacerdote, no obstante, porque tuve éxito en los exámenes y pude pasar a la siguiente etapa escolar sin contratiempos. Mi aspecto fue, al cabo de esos meses, el de una jovencita alta, despierta y vigorosa".

Al cabo, va a resultar beneficioso que el sueño me abandonara forzado por la desazón, tormento nocturno de quien siente escapar la dicha a través de los agujeros del alma. Ha bailado conmigo Liliane en la fiesta, la he tenido en los brazos, me ha hablado al oído, he sentido el aliento cálido del beso familiar depositado en la mejilla al dejarme; y tales sensaciones arrimaban leña al fuego horas después, forzándome a escapar de la habitación. Puedo así beber de bruces el agua en el propio manantial, fresca y pura. Una esponja soy absorbiendo la esencia de cuanto libera su boca, una cámara fotográfica captando los detalles del gesto. Evalúo los múltiples matices de la voz, el movimiento cadencioso de las manos, el inigualable mohín de los labios finos; signos todos subordinados de un eje capital: la franqueza que anima a la apacible mujer hace unos instantes tan atormentada.

Envuelta como yo en el fluido sutil emanado de su relato, prosigue Lily las revelaciones: "Dice el Pandnamak i Zartust: Llegados a la edad de quince años, varón y mujer han de estar capacitados para responder las siguientes cuestiones: quién soy, a quién me debo, de dónde vine, adónde iré; a qué linaje y familia pertenezco, para qué he venido, cuál es mi obligación en este mundo; ¿soy de Ormuz o de Arimán? Mi padre debía de tener noticia de ese pasaje, que me llegó mucho después, pues al alcanzar yo la edad crítica, era mi propio progenitor quien propiciaba tales lecturas descubridoras de múltiples respuestas y nuevos interrogantes".

La inteligencia de Lily, ávida, destiló en los libros las narraciones de hechos luctuosos ocurridos entre los siglos XII y XIV, extrayendo opiniones bien fundadas. Versaban sobre cruzadas papales destinadas a acabar con los Albigenses, y batidas ordenadas por el Rey contra la independiente nobleza occitana. Lugares conocidos de oídas, como Béziers, Castelnaudary, Carcassonne, Peyrepertuse, Puivert, Puilaurens, Montségur o Quéribus; tomaban de pronto importancia primordial. Supo así de personajes abominables movidos por la ambición, la envidia y el odio; trinidad de estímulos disimulada tras algunas acciones nobles que el pueblo llano alababa. Se refiere a los papas Inocencio III e Inocencio IV; a los reyes de Francia Felipe Augusto, Luis VIII y Luis IX. Se refiere a Pierre de Castellnau, legado papal, cuyo asesinato pudo ser el desencadenante de la crueldad armada; a Simón de Montfort y a su hijo, quienes dirigieron las cruzadas contra la independencia religiosa y territorial del Languedoc; y a Arnaud Amaury, representante de Inocencio III en Ocitania, jefe espiritual de los cruzados".

En tiempo tan provechoso para la formación, Liliane removió algunas capas de sedimentos descubriendo sus profundas raíces. Los suyos no son otros que los seguidores de Guillaume de Peyrepertuse, cuyo apellido, recibido de la estirpe paterna, ostenta ella con íntimo orgullo. Guillaume, acusado de rebelde y hereje, se enfrentó al Rey y al Papa con firme determinación; y por no someterse a los designios de tan insignes manipuladores fue excomulgado. Los suyos no son sino los descendientes de ambos Pierre Roger de Mirepoix, el viejo y el joven; organizador, el muchacho, de una expedición destinada a vengar a sus correligionarios, víctimas de la Santa Inquisición. La suma de orígenes la sitúa con claridad frente a los soberanos de Francia y los pontífices romanos. Mirando hacia atrás, simple hoja de un fuerte vástago, se sabe entroncada con los Cátaros o Albigenses. Es su patria el Languedoc, y siente más aprecio por catalanes y aragoneses que por los franceses del norte.

Temerosa de no poder concluir su confidencia, abre Liliane una pausa momentánea, respira hondo y prosigue. Exploró, asegura, los vastos territorios de la historia, conociendo la existencia de múltiples dioses; unos y otros verdaderos para sus devotos, unos y otros falsos para los infieles. Vestían ropajes distintos y la diversidad de símbolos aumentaba la confusión en que andaba sumida. Fue advirtiendo las discrepancias de los distintos dogmas y encontró en ellos insalvables contradicciones. Años atrás creía en un solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Creía en Jesucristo, hijo primogénito de Dios y Dios Él mismo, que tomó apariencia humana con el fin de ser modelo para las conductas de la especie y lograr su redención. Creía con firmeza en su doctrina, y aceptaba el ejemplo recibido –pese a lo que tienen de trágico- de la crucifixión y la muerte. Creía en la resurrección, en la elevación a los cielos y en la eternidad de su reinado. Sí, iba a ser cristiana hasta acabar los días sobre la tierra, y católica ferviente; pero no puede olvidar la implacable persecución de su pueblo, el exterminio de su propia sangre. Cómo creer que la Iglesia fue inspirada por Dios, a la vista de los violentos métodos practicados para convencer? ¡Imposible!

En consecuencia no practica un culto definido. Con la pericia de un comprador que recorre puesto a puesto el mercado cada miércoles, y acepta de los diversos vendedores lo que considera idóneo para sus necesidades, Liliane Peyrepertuse Mirepoix, como ella se nombra, de cada religión toma alguna creencia, ciertas soluciones, determinados puntos de vista. Hoy vive sin dogma, respetando unos cuantos principios que tienden alfombra a su manera de ser. Vislumbra los principios opuestos del bien y del mal gobernando el mundo, coexistiendo en un eterno equilibrio inestable. La mansedumbre, el perdón, la tolerancia, son virtudes que guían sus actos y rigen las relaciones con los demás. La castidad y la templanza encarrilan el proceder íntimo; también la austeridad. Sabe que el conocimiento emancipa, por eso lee; para poder discernir, lee. “Todo con mesura; esa es mi máxima”: revela muy convencida la doncella; dotando a sus palabras del énfasis justo. “De todo una muestra”: me dice. En el exceso encuentra peligro, porque la aleja de la armonía. “La riqueza acumulada debe ser distribuida a intervalos cortos para que no se convierta en la hidra de siete cabezas. Está bien probado que el mestizaje concreta las mejores predisposiciones de cada persona; y sometiéndolas a prueba las vigoriza”, añade.

Aprecia Liliane mi entusiasmo ante el surgir incesante de las aguas guardadas en el aljibe de su memoria, por lo que, animada, continúa: "Espero que mis palabras expliquen las raras formas de liturgia presentes en la ceremonia de la boda, ajenas al rito canónico, admitidas por el padre Bergeret haciendo gala de una gran tolerancia. Tras este deshago entenderás la elección del menú dispuesto para la cena, donde pescado y marisco eran los únicos animales presentes, y ello porque su procreación no es carnal. Te explicarás también el peculiar comportamiento desplegado por mí ante Didier, a quien al salir he pedido que me consintiera estar a solas”. Y clavando un cuchillo en mi corazón enamorado, prosigue: “Me atrae ese hombre como el otoño y las puestas de sol; me fascina como los pergaminos portadores de la sabiduría antigua, como las flores mínimas de las altas cumbres o el frágil rocío que perla la hierba en las amanecidas. Aprecio su timidez porque si mis ojos se sumergen en la profundidad marina de los suyos y lanzo las redes, las redes apresan reminiscencias de antiguas soledades que urgen mi compañía. La hembra sumisa y entregada que en ocasiones palpita en mí, en esas ocasiones se somete a su irracional arrogancia de macho. Él me completa con la fortaleza de espíritu que muestra en los momentos de mayor dificultad. Si sus manos buscan inquietas las mías, y sus labios ardientes encuentran mis labios, la voluntad deja de obedecerme y mi dueño es él. Disculpo al amante que habiendo doblegado el instinto durante demasiado tiempo, humano al fin, se ha rendido a los embates de un cuerpo tirano”. Exagera, pienso; sólo pretende justificar una elección que ya sabe equivocada. Ignora Lily la valoración que hago de su loa o, intuyéndola, la orilla. “Quisiera haber nacido deforme, dueña de un rostro carente de atractivos. Pensé arañar mis mejillas hasta ensangrentarlas, cubrir de ceniza los cabellos y esparcir el olor de la carne descompuesta sobre mi piel, para que nadie se acercara a mí llevado por la concupiscencia. Es terrible la lucha que soporto entre lo interno que pugna por salir y lo externo que pretende entrar. Mi atrevimiento uniría ambas fuerzas, aunque ignoro el resultado de la renovación constante y me reprimo. ¿Soy de Ormuz o de Arimán?; ahí estriba mi titubeo. Intento alinearme con la luz y, no obstante, me refugio en las tinieblas. Pero, ¿quién ha medido la dimensión exacta del Bien y la Verdad, quien ha calibrado el peso del Mal y la Mentira?"

Al llegar a interrogantes de tal trascendencia se oye el cercano piar de unos pajarillos, y la realidad adyacente reclama atención. Despunta el día introduciendo su difusa claridad a través de las rendijas de las puertas, alzándola sobre los altos muros, de modo que en claroscuros de gran belleza se perfilan los arcos de piedra que tengo delante. Ha salido Didier, desciende los escasos escalones, se sitúa ante Lily y borra mi presencia. Trae con él, mi envidiado amigo, una charla invasora referida al futuro inmediato: el viaje a Lanzarote que emprenderán al atardecer, el piso alquilado, residencia temporal en tanto reforman el viejo casón comprado en Toulouse, el trabajo de ambos, el regreso a la casa de los padres en fines de semana alternos. Ante el entusiasmo verbal del novio, el reposado testimonio de la novia nada puede hacer por mantener sus posiciones y se repliega. Para facilitar su intimidad y preparar mi partida inmediata, vuelvo a la habitación de arriba con el alma sangrante. El deber de hermano deudor que la retentiva sujeta, y el amor que quema mi corazón, sentimientos muy fuertes, tratan de alcanzar un acuerdo imposible. Desde la ventana abierta descubro a los novios unidos en un abrazo íntimo, dando pasitos que apenas avanzan. Fuerzo la postura para verles subir los seis peldaños que los llevan a la alcoba y al tálamo, y la cabeza fría, impulsada por el pecho ardiente, desequilibra mi cuerpo y lo pone en un tris de caer al suelo del patio. La reacción desesperada desprende del alfeizar una piedra mal asida, y la fuerza de su peso roza rauda el hombro de Didier. Queda mi amigo milagrosamente indemne, aunque su reacción instintiva descompone la amorosa unidad que formaba. En el retroceso veo llegar a mis ojos la mirada de Lilly, portando un reproche destinado a romper mi absurda esperanza.

 

 

Pedro Sevylla de Juana nació en plena agricultura de secano, allá donde se juntan La Tierra de Campos y El Cerrato: Valdepero, provincia de Palencia, en España. La economía de los recursos a la espera de tiempos peores ajustó su comportamiento. Con la intención de entender los misterios de la existencia, llegó a los libros muy temprano. Para explicar sus razones, a los doce años se inició en la escritura. Ha cumplido ya sesenta y cinco, y está tan lejos de lo que quiso ser, que puede verlo enterito. Sin embargo, transita la etapa de mayor libertad y osadía; le obligan muy pocas responsabilidades y sujeta temores y esperanzas. Ha vivido en Palencia, Valladolid, Barcelona y Madrid; pasando temporadas en Ginebra, Estoril, Tánger, París y Ámsterdam. Publicitario, conferenciante, traductor, articulista, poeta, ensayista y narrador; ha publicado veinte libros y colabora con diversas revistas de Europa y América, tanto en lengua española como portuguesa. Trabajos suyos figuran en seis antologías internacionales. Reside en El Escorial, dedicado por entero a sus aficiones más arraigadas: vivir, leer y escribir. Página personal: www.sevylla.com

 

 

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