REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


Nova Série | 2010 | Número 03

 

El verano de 1800 Mary Anning apenas contaba un año de edad. Aquel día la familia disfrutaba de la feria ambulante instalada en las afueras de Lyme Regis, su lugar de residencia. Una violenta tormenta descargó repentinamente sobre la población. Tres mujeres mueren calcinadas por los rayos. Entre las víctimas se encuentra la cuidadora de Mary.

Cuenta la leyenda que resguardado en los brazos inertes del cadáver el bebé conservó milagrosamente la vida. El destino de Anning no era morir fulminada por un rayo sino consumida por un cáncer de mama que la llevó a la tumba el 9 de marzo de 1847; los restos mortales fueron enterrados en Lyme, su ciudad natal, en el cementerio de la iglesia de San Miguel. En el intermedio Mary Anning se convirtió en una reputada recolectora de fósiles e igualmente reconocida paleontóloga; fue una extravagancia científica para una sociedad excluyente dominada por los hombres.Lyme Regis es una población costera perteneciente al condado de Dorset, al sur de Inglaterra, situada en una pequeña bahía entre acantilados de caliza y pizarras azules. Un lugar idóneo para el descanso estival que la burguesía puso de moda alrededor del año 1800.

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ANDRÉS GALERA

La recolectora de fósiles

                                                               Andrés Galera

   
 
 
 
 
 
 

En verano los numerosos visitantes cambiaban la faz del pueblo y la venta de fósiles constituía un lucrativo negocio para los empobrecidos lugareños, que los vendían como curiosos souvenir no exentos de propiedades medicinales. Las serpientes de piedra, apodo para los amonites por su curvilínea forma espiral, eran cotidianos amuletos atribuyéndoles propiedades curativas contra la ceguera y la esterilidad. Los dedos del diablo, una de tantas denominaciones para los belemnites por su forma digital, curaban infecciones oculares y trastornos intestinales de los caballos, entre otras variopintas aplicaciones.

 

Desde corta edad la pequeña Anning ayudó en la recolección y venta de tan peculiar tesoro. Después, al fallecer el padre y quedar la familia arruinada, el hobby se convirtió en oficio; pasó el resto de sus días caminando entre las aguas, escudriñando la playa y desenterrando esqueletos de seres fantásticos cuando la bajamar deja al descubierto sus milenarios sepulcros lacrados con la pétrea arcilla del Jurásico.

La recóndita y emotiva bahía circundada de sombríos acantilados descrita por su contemporánea Jane Austen en la novela Persuasión, no fue para Mary el apacible lugar de esparcimiento disfrutado por la escritora sino un medio para subsistir, un paraje peligroso donde la marea, el oleaje y los frecuentes desprendimientos pusieron en continuo riesgo su vida a cambio de algunas libras.

 
 
 
 

 

El año 1811 su hermano mayor Joseph descubre la cabeza fosilizada de un ser sorprendente, absurdo, inimaginable. Era un cráneo reptiloide con ojos redondos como platos prolongado por una mandíbula repleta de afilados dientes, alargada y puntiaguda como el pico de un ave. Mary continuó la búsqueda recuperando el esqueleto fosilizado de esta fantástica criatura marina con cerca de cinco metros de longitud. Fue su primera hazaña paleontológica. Imaginamos la cara de sorpresa, de incredulidad, la admiración del público de Londres visitando el Bullock Museum al contemplar la incongruente osamenta del gigante acuático; un animal fabuloso bautizado con el nombre de ictiosauro para subrayar su doble condición de pez y lagarto. El hallazgo causó un revuelo fenomenal e involucró por espacio de una década a las londinenses Royal Society y Geological Society, dos instituciones científicas de renombre internacional. El problema fundamental consistía en determinar qué naturaleza zoológica le correspondía al misterioso animal; requisito cuya suerte corría pareja con resolver interrogantes no menos sustanciosos, como saber cuándo habitó la Tierra y conocer cuál fue la causa de su desaparición.

Iniciada la década de 1810 la biología moderna comenzaba su andadura y la teoría de la evolución daba sus primeros pasos recién formulada por el naturalista francés Jean Baptiste Lamarck, que en un libro publicado en 1809, titulado Filosofía zoológica, propuso abiertamente el origen biológico común de todas las especies animales y vegetales; los organismos se habrían transformado poco a poco durante la cronología terrestre adaptándose a los cambios del medio hasta alcanzar su forma actual. Los fósiles identifican las formas desaparecidas en las sucesivas transformaciones. Coetáneamente, la paleontología era una disciplina emergente donde brillaba con luz propia otro naturalista francés: Georges Cuvier, que no era partidario de la evolución. Ambos científicos coinciden en trasladar al pasado la fauna fósil pero Cuvier disiente al aceptar que todos los seres vivos tienen su origen en la Creación; admite que ciertos grupos perecieron en otras épocas por efecto de grandes cambios ambientales; sus restos aparecen fosilizados.

Haciendo frente a los nuevos descubrimientos la Iglesia cristiana salvaguarda la fe realizando una lectura interesada de la Biblia, situando a estos insospechados e irreverentes animales antediluvianos en el principio, una época imprecisa, innombrable, donde todo pudo ocurrir. Fuera como fuese, tenía razón el reverendo y reputado geólogo inglés William Conybeare, el ictiosauro era, sencillamente, un ser de otro tiempo, uno de tantos moradores de aquellos mares primitivos que el ojo humano nunca contempló. Descubrir qué ocurrió, cuándo, cómo y porqué, fue una ambición científica tan legítima como utópica.

Sobrepasada la década de los años 20 Mary Anning gozaba de merecido prestigio. Su carácter se tornó inflexible, autoritario, útil para competir en el hostil ambiente masculino que la rodeaba. En aquella época ya tenía descubiertos diferentes ejemplares de ictiosauro que acrecentaron su fama, pero su habitual territorio de caza, el acantilado Black Ven, escondía aún nuevos monstruos. Lo mejor estaba por llegar. Como ocurriese tantas veces, el atardecer del día 10 de noviembre de 1823 cogió a Mary recorriendo la playa, su fino olfato de buscadora empedernida la condujo hasta un pequeño objeto de unos doce centímetros de longitud semejante al cráneo de una tortuga. La noche fue larga, el trabajo extenuante y la recompensa grande. Asombro, entusiasmo, alegría, excitación, incredulidad, la acompañarían al exhumar la columna vertebral de un animal desconocido que sobrepasaba los dos metros y medio de longitud; aparecieron las costillas, la pelvis y las cuatro extremidades con forma de paleta delatando su condición acuática.

El plesiosauro, así se le llamará, era un reptil marino gigantesco de cuerpo ancho, cola corta, y cabeza pequeña con dientes puntiagudos unida al tórax por un inmenso y desproporcionado cuello que desafiaba las leyes de la anatomía. Asemejaba una tortuga ensartada por una gigantesca serpiente. El propio William Conybeare había anticipado la posibilidad de encontrar un animal de similares características y la noticia del hallazgo le alteró en tal grado que el sermón dominical hubo de transcribirlo su cuñada. La verosimilitud del fósil se puso en duda a causa del desmesurado cuello, compuesto por 35 vértebras cuando en los reptiles actuales el número de cervicales oscila entre tres y ocho. Desde el parisino Museo de Historia Natural, Cuvier recomendó prudencia y rigor al comprobar que no fuese un artificio resultado de la mezcla de restos procedentes de ejemplares diferentes.

 

 

De confirmarse el descubrimiento, reconocía el naturalista galo, entre los rescoldos del pasado cabría esperar la aparición de cualquier forma por inimaginable que fuese.
La puesta de largo del Plesiosaurus giganteus tuvo lugar el 20 de febrero de 1824 en la sede de la Geological Society; oficiaba Conybeare que en su informe científico imaginaba la vida del fabuloso lagarto marino limitada a las aguas costeras próximas a los bancos de arena, protegido de sus depredadores por la vegetación y al acecho de posibles presas que capturaría a distancia con total facilidad desplegando su portentoso cuello a modo de resorte. Un claro ejemplo de adaptación al medio. El acto fue multitudinario, asistieron los miembros de la corporación acompañados de numerosos invitados atraídos por el insólito espectáculo. Mary no estuvo presente ni se la esperaba, había cumplido su misión exhumando la pieza y preparándola para su exhibición pública. Su nombre ni aparecerá en la descripción del plesiosauro incluida por el mandamás de la paleontología británica Richard Owen en su monografía sobre reptiles fósiles, el mérito quedó en manos del clérigo. Owen la conocía personalmente, incluso realizaron juntos alguna prospección por los acantilados de Lyme, pero nunca dejó de ser una recolectora de fósiles raros e interesantes, objetos que utilizó en beneficio propio.

Otro singular trofeo esperaba aún su turno para engrosar el palmarés de Anning. El tercero y último. Ocurrió en diciembre de 1828, se trataba de un pterodáctilo. El animal recordaba los modernos murciélagos; era liviano, una mezcla de ave con reptil, una criatura de cabeza pequeña, pico dentado, alargado, puntiagudo, terminando las extremidades delanteras en tres dedos prensiles con garras y un cuarto anormalmente longitudinal cual mástil de velero. Fue el primer ejemplar fósil recolectado en Inglaterra aunque la especie se conocía en Europa desde el año 1784, nombrada Pterodactyle, dedo alado, por Georges Cuvier que comprendió rápidamente la dimensión aérea del reptil cuyo largísimo dedo serviría de soporte para las alas.

 

El pterodáctilo había nacido para volar.

En el Jurásico los reptiles poblaron el cielo y el mar de Lyme Regis, Mary Anning descubrió este fantasmagórico mundo del pasado, resucitó la cruel antigüedad protagonizada por ictiosaurios, plesiosauros y pterodáctilos, inmortalizada por el geólogo Henry Thomas de la Beche en una acuarela del año 1830: Duria antiquior.

 

El dibujo tenía fines benéficos. Las pertinentes litografías se pusieron a la venta para recaudar fondos en favor del Mary, que nunca logró espantar de su vida el fantasma de la pobreza. Finalmente, con la intervención de la Asociación Británica para el Avance de las Ciencias, en 1838 obtuvo una dotación de 25 libras anuales; patatas y pan no le faltarían el resto de sus días. En la década de los cuarenta la podemos imaginar regentando su pequeño negocio de curiosidades del pasado; una habitación pulcra austeramente amueblada entre cuyas paredes soportará con entereza el cáncer terminal que la acecha. De sus clientes no espera dinero, apenas unos peniques después de revolver una y otra vez el género, sino compañía para una vida que se apaga. Mary Anning pasó por este mundo con más pena que gloria; hombres doctos aprovecharon sus ideas y descubrimientos ignorándola; la sociedad, como solía decir, la utilizó de muy mala manera.

 

 

Andrés Galera Gómez (Madrid, 1958)
Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC.
calle Albasanz, 26-28
28037-Madrid

andres.galera@cchs.csic.es        

Doctor en ciencias biológicas por la Universidad Complutense de Madrdi, investigador científico del CSIC y profesor honorario de la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido responsable del departamento de Historia de la Ciencia (CSIC) en el periodo 2002-2006. Miembro fundacional del Grupo de Estudios Americanos (GEA). Su trabajo de investigación se desarrollado en dos áreas temáticas: las expediciones científicas en el siglo XVIII, y teoría del pensamiento evolucionista. Entre sus publicaciones se cuentan los siguientes trabajos: Evolución y cultura. Darwinismo en Europa e Iberoamérica, Madrid, Doce Calles, 2002 (en col. con M.A. Puig-Samper  y R. Ruiz); Ciencia a la sombra del Vesubio. Ensayo sobre el conocimiento de la naturaleza, Madrid, CSIC, 2003; <<El concepto biológico de naturaleza un instrumento cognitivo>>, Éndoxas, UNED, nº 19, 2005, pp. 359-371; <<La alquimia de la vida. Etienne Geoffroy Saint-Hilaire y el evolucionismo experimental>>, en E. Guedes (ed.), Numeros e outras coisas da vida, Lisboa, Apenas livros, 2006; <<Naturaleza mítica, jardín utópico>>, en E.Guedes (ed.), Jardins no corpo, Lisboa, Apenas livros, 2006; <<El significado religioso de la teoría de la evolución>>, en Macario Polo (coord.), Religión y ciencia, Cuenca, Universidad Castilla La Mancha, 2007; <<Jardins com plantas>> en J. E. Franco; A. C. da Costa Gomez (coord.), Jardins do mundo. Discursos e prácticas, Portugal, Gradiva, 2008. <<Lamarck y la conservación adaptativa de la vida>>, Asclepio, vol. LII, nº 2, 2009; <<La omnipresente selección natural>>, Endoxa,vol. 24, 2009; <<La darwiniana especie Homo sapiens>> Antropologia portuguesa, 2010.

 

 

© Maria Estela Guedes
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