FREI LUÍS DE GRANADA

INTRODUCCIÓN DEL SÍMBOLO DE LA FE
Extractos
 

Introducción del Símbolo de la Fe:
Fray Luis de Granada

CapítuloIII
De los fundamentos que los filósofos tuvieron
para alcanzar por lumbre natural que hay Dios

Cap. III :1

V.- El quinto motivo que así los filósofos como todos los hombres tuvieron para reconocer la divinidad, fue la fábrica, y orden, y concierto, y hermosura, y grandeza de este mundo y de las partes principales de él, que son cielo, estrellas, planetas, tierra, agua, aire y fuego, vientos, lluvias, nieves, ríos, fuentes, plantas, y todo lo demás que en él hay. Esta consideración, con las dos que luego trataremos, prosigue copiosamente Tulio, elegantísimo orador y filósofo, en nombre de otro filósofo estoico. Y pues en esta materia procedemos por vía de filosofía, pareciome ingerir aquí (para los que no entienden latín) lo que este filósofo, con las palabras de la elocuencia de Tulio, dice, dejando algunas cosas que adelante se tratan en sus propios lugares. Mas advierto al lector que, cuando en lugar de Dios hallare dioses, entienda que habla como filósofo gentil, y como en esto se engaña, así también cuando dice que los dioses tienen cuidado de las cosas grandes, y no de las pequeñas, lo cual es contra lo que nos enseñó aquel Maestro que vino del cielo, cuando dijo que ni un pajarillo caía en el lazo sin la voluntad y providencia del Padre celestial. Dice, pues, así este filósofo:

«Ninguna cosa se hallará en la administración y gobierno del mundo que se pueda justamente reprender, y si alguno quisiere enmendar algo de lo hecho, o lo hará peor, o del todo no lo podrá hacer. Pues si todas las partes del mundo están de tal manera fabricadas que ni para el uso de la vida se pudieran hacer mejores, ni para la vista más hermosas, veamos si pudieran ser hechas acaso, o perseverar en el estado en que están, si no fueran gobernadas por la divina providencia. Por donde, si son más perfectas las obras de naturaleza que las del arte, si las del arte se hacen con razón, síguese que las de naturaleza no han de carecer de razón. Pues, ¿quién habrá que, viendo una tabla muy bien pintada, no entienda que se hizo por arte, y viendo desde lejos correr un navío por el agua, no conozca que este movimiento se haga por razón y arte, y viendo cómo un reloj señala las horas a sus tiempos debidos, no entienda lo mismo, y se atreva a decir que el mundo (el cual inventó estas mismas artes, con los oficiales de ellas, y abraza todas las cosas) carezca de razón y de arte?

Mas levantemos los ojos a las cosas mayores. En el cielo resplandecen las llamas de innumerables estrellas, entre las cuales el príncipe que todas las cosas esclarece y rodea es el sol, que es muchas veces mayor que toda la tierra, y asimismo las estrellas son de inmensa grandeza. Y estos tan grandes fuegos ningún daño hacen a la tierra ni a las cosas de ella, mas antes la aprovechan de tal manera que, si mudasen sus lugares y puestos, ardería todo el mundo».

Y un poco más abajo añade el mismo Tulio estas palabras:

«Hermosamente dijo Aristóteles que, si habitasen algunos hombres debajo de la tierra, en algunos palacios adornados con diversas pinturas y con todas las cosas con que están ataviadas las casas de los que son tenidos por bienaventurados y ricos, los cuales hombres, morando en aquellos soterraños, nunca hubiesen visto las cosas que están sobre la tierra, y hubiesen oído por fama que hay una divinidad en el mundo soberana, y después de esto, abiertas las gargantas de la tierra, saliesen de aquellos aposentos, cuando viesen la tierra, la mar y el cielo, la grandeza de las nubes, la fuerza de los vientos, y pusiesen los ojos en el sol, y conociesen la grandeza y hermosura y eficacia de él, y cómo él, esclareciendo con su luz el cielo, es causa del día, y llegada la noche viesen todo el cielo adornado y pintado con tantas y tan hermosas lumbreras, y notasen la variedad de la luna, con sus crecientes y menguantes, y considerasen la variedad de los nacimientos y puestos de las estrellas, tan ordenados y tan constantes en sus movimientos en toda la eternidad, sin duda cuando los tales hombres, salidos de la oscuridad de sus cuevas, súbitamente viesen todo esto, luego conocerían haber sido verdadera la fama de lo que les fue dicho, que era haber en este mundo una soberana divinidad, de que todo pendía. Esto dijo Aristóteles».

«Mas nosotros -dice el mismo Tulio-, imaginemos unas tan espesas tinieblas cuantas se dice haber salido en el tiempo pasado de los fuegos del monte Etna, las cuales oscurecieron todas las regiones comarcanas, e imaginemos que por espacio de dos días ningún hombre pudiese ver a otro. Pues si al tercer día el sol esclareciese al mundo, parecería a estos hombres que de nuevo habían resucitado. Y si esto mismo acaeciese a algunos que hubiesen vivido siempre en eternas tinieblas, los cuales súbitamente viesen la luz, ¡cuán hermosa les parecería la figura del cielo! Mas la costumbre de ver esto cada día hace que los hombres no se maravillen de esta hermosura, ni procuren saber las razones de las cosas que siempre ven, como si la novedad de las cosas nos hubiese de mover más que su grandeza a inquirir las causas de ellas. Porque, ¿quién tendrá por hombre de razón al que, viendo los movimientos del cielo y la orden de las estrellas tan firme y constante, y viendo la conexión y conveniencia que todas estas cosas tienen, diga que todo esto se hizo sin prudencia ni razón, y crea que se hicieron acaso las cosas que ningún consejo ni entendimiento puede llegar a comprender con cuánto consejo hayan sido hechas? ¿Por ventura, cuando vemos alguna esfera movediza, o reloj, o algunas figuras moverse artificiosamente, no entendemos que hay algún artificio y causa de estos movimientos? Y viendo el ímpetu con que se mueven los cielos, con tan admirable ligereza, y que hacen sus cursos tan ciertos y tan bien ordenados para la salud y conservación de las cosas, ¿no echaremos de ver que todo esto se hace con razón, y no sólo con razón, sino con excelente y divina razón?

Mas, dejada aparte la sutileza de los argumentos, pongámonos a mirar la hermosura de las cosas que por la divina providencia confesamos haber sido fabricadas. Y primeramente miremos toda la tierra, sólida, y redonda, y recogida con su natural movimiento dentro de sí misma, colocada en medio del mundo, vestida de flores, de yerbas, de árboles y de mieses, donde vemos una increíble muchedumbre de cosas tan diferentes entre sí que con su gran variedad nos son causa de un insaciable gusto y deleite. Juntemos con esto las fuentes perenales de las aguas frías, los licores claros de los ríos, los vestidos verdes de sus riberas, la alteza de las concavidades de las cuevas, la aspereza de las piedras, la altura de los montes, la llanura de los campos. Añadamos a esto las venas escondidas del oro y plata y la infinidad de los mármoles preciosos. Y demás de esto, ¡cuánta diversidad vemos de bestias, de ellas mansas, de ellas fieras, cuántos vuelos y cantos de aves, cuán grandes pastos para los ganados, y cuántos bosques para la vida de los animales silvestres! Pues, ¿qué diré del linaje de los hombres, los cuales puestos en medio de la tierra, como labradores y cultivadores de ella, no la dejan poblar de bestias fieras, ni hacerse un monte bravo con la aspereza de los árboles silvestres, con cuya industria los campos y las islas y las riberas resplandecen, repartidas en casas y ciudades?

Pues si todas estas cosas mirásemos de una vista con los ojos, como las vemos con los ánimos, ninguno habría que mirando toda la tierra junta tuviese duda de la divina providencia. Mas entre estas cosas, ¡cuán grande es la hermosura de la mar, cuánta la muchedumbre y variedad de las islas que hay en ella, qué frescura y deleite de sus riberas, cuántos linajes de pescados, unos que moran en el profundo de las aguas, otros que andan nadando y corriendo por cima de ellas, otros que están pegados con sus conchas naturales a las peñas! Y el mismo mar de tal manera con sus playas y riberas se abraza con la tierra, que de dos cosas tan diferentes viene a hacerse una común naturaleza de ambas.

Luego el aire vecino a la mar se diferencia entre día y noche, el cual unas veces adelgazándose sube a lo alto, y otras espesándose se convierte en nubes, y recogiendo en sí los vapores de la mar, riega la tierra con aguas, y corriendo de una parte a otra, causa los vientos. Y él también sostiene sobre sí el vuelo de las aves, y nos da el aire con que se mantienen y sustentan los animales.

Réstanos ahora el postrer lugar del mundo, que es el cielo, tan alejado de nuestras moradas que ciñe y abraza todas las cosas, que es el último término y cabo del mundo, en el cual aquellas lumbreras resplandecientes de las estrellas hacen sus cursos tan ordenados, que son causa de gran admiración a quien los contempla. Entre los cuales el sol, moviéndose alrededor de la tierra, y naciendo y poniéndose, es causa del día y de la noche, y llegándose a nosotros un tiempo del año, y desviándose otro, hace dos vueltas contrarias, y en este intervalo se entristece la tierra con su ausencia, y después se alegra con su venida. Mas la luna (que, como los matemáticos dicen, es mayor que la mitad de la tierra), caminando por las mismas vías que el sol, envía a la tierra la lumbre que recibe de él, mudándose muchas veces, y eclipsándose con la sombra de la tierra, y eclipsando ella al sol cuando se le pone delante. Y por los mismos espacios corren los planetas alrededor de la tierra, los cuales a veces se apresuran en sus movimientos, y a veces se tardan, y otras se detienen, que es cosa de gran admiración y hermosura. Síguese luego la muchedumbre de las estrellas fijas, las cuales están de tal manera ordenadas que vienen a hacer ciertas figuras, por las cuales son nombradas, como es el carro, la bocina y otras semejantes, que son guía de los que navegan por la mar».

Todo lo susodicho es de Tulio, el cual con el argumento de la fábrica y hermosura y provecho de las partes principales de este mundo inferior, y con la orden y constancia invariable de los movimientos del cielo, prueba que cosas tan grandes, tan provechosas, tan hermosas y tan bien ordenadas, no se pudieron hacer acaso, sino que tienen un sapientísimo hacedor y gobernador.

Y un poco más abajo, declarando el cuidado que la divina providencia tiene de acudir a las necesidades humanas, dice de ella que, demás del común pasto y mantenimiento de todo el mundo, produjo en diversos lugares diversas cosas para el uso y provisión de nuestra vida. Y así vemos, dice él, que «en Egipto el río Nilo con sus crecientes riega y cubre en el tiempo del estío toda la tierra y, esto hecho, se recoge, dejando los campos ablandados y dispuestos para la sementera. A Mesopotamia hace fértil el río Eúfrates, en la cual cada año renueva los campos, y casi los hace otros. Mas el río Indo, que es el mayor de todos los ríos, no sólo alegra y ablanda los campos, sino también los deja sembrados, por traer consigo gran número de semillas, semejantes a los granos de que nacen las mieses. Muchas otras cosas memorables podría contar, que se crían en diversos lugares, y muchos campos fértiles, unos que dan una manera de fruto, y otros otro. Mas, ¡cuánta es la benignidad y liberalidad de la naturaleza en haber criado tantas y tan diversas y tan suaves cosas para nuestro mantenimiento, y éstas no en un solo tiempo del año, sino siempre, para que con la novedad de los manjares y con la abundancia de ellos se renovase nuestro gusto y deleite! Y ¡cuán saludables vientos y cuán proporcionados a sus tiempos produce, no sólo para el provecho de los hombres, sino también de los ganados y de todas las cosas que nacen de la tierra, con los cuales los grandes calores se templan, y con ellos se navega con mayor ligereza la mar!

Muchas otras cosas callamos, y muchas también decimos, porque no se pueden contar los provechos que nos traen los ríos, y las mudanzas de la mar, cuando crece o mengua, y los montes vestidos de verdura, y los bosques, y las salinas que se hallan en lugares muy apartados de la mar, y la muchedumbre de las yerbas medicinales que produce la tierra, e innumerables artes necesarias para el mantenimiento y uso de nuestra vida. Pues ya la mudanza de los días y de las noches sirve para conservar la vida de los animales, señalándonos un tiempo para trabajar, y otro para descansar. De manera que por todas partes se concluye que este mundo se gobierna por la sabiduría y consejo divino, el cual por una manera maravillosa lo endereza y ordena a la salud y conservación de todas las cosas». Lo susodicho es de Tulio en nombre de un filósofo estoico, el cual con tanta atención discurría por todas las cosas del mundo, cebando y recreando su ánima en la contemplación de las obras y maravillas de la divina providencia. Lo cual es para confusión de muchos cristianos, que tan poco tiempo gastan en la consideración de cosas tan admirables.

 
 
 
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