Saúl Ibargoyen: Sangre en el Sur :
la memoria del presente o el mito del eterno retorno
Luis H. Méndez B.

E l testimonio de Saúl Ibargoyen es un perturbado trozo de historia que incomoda la conciencia, es una herida mal cerrada entre miles y miles de heridas mal cerradas, es una piel desgarrada que no deja de latir, es un agravio que viene de muy lejos, es un miedo contenido, una insatisfecha rabia, una justa indignación; es, sobre todo, una advertencia, un cruel recordatorio sobre una espeluznante forma de dominación política que mal haríamos en suponer desaparecida.

Uruguay es el tablado donde Saúl inspecciona su memoria: la corrige, la rectifica, la retoca, la subsana. En doloridos y a veces fatigados diálogos entre tres personajes –uno que pregunta, otro que contesta y otro más, el incorpóreo hálito del segundo, que, desde su inmaterial presencia, se interroga a sí mismo, a los otros y a su entorno– exprime sus recordaciones.

Es este un recurso polifónico que pareciera ser una imagen posible de la historia: la de la levedad de sus personajes dentro de la pesadez de algo parecido al nitzscheano mito del eterno retorno. No hay héroes, no hay sujetos del cambio, y el expediente teleológico de aquel ya viejo y desgastado discurso histórico no alivia sus perplejidades. Al final, en una apretada síntesis histórica, sólo nos topamos con víctimas y victimarios, sin que puedan distinguirse empero, los unos de los otros. Cómo no recordar entonces la marchita alabra del estropeado señor de las revoluciones, Carlos Marx, cuando, tajante, advertía que la violencia es la gran partera de la historia ; y como no recordar también a ese otro viejo señor de la palabra precisa, Fernand Braudel, cuando, al hablarnos del tiempo largo de la historia, diluye a sus sujetos trascendentes. Todas las historias particulares, dice, las historias de los acontecimientos, son instantáneas de tiempos cortos y, más allá de su esplendor, la oscuridad permanece victoriosa: se impone el tiempo largo, anónimo, profundo, silencioso de la historia.

Sangre en el Sur se ubica en un espacio y un tiempo que se desdibujan –el antes y el después de un 27 de junio de 1973 en la República del Uruguay– porque, en realidad, pudieron tomar cualquier otro nombre y, poco más poco menos, un mismo espacio y un mismo tiempo; o también, por qué no, un alargado espacio y un dilatado suceder que no ha podido cerrar sus cicatrices: América Latina. Un fragmento de memoria, entre miles y miles de fragmentos, que terminan por significar, al menos en parte, eso que alguien llamó alguna vez Las venas abiertas de América Latina (Eduardo Galeano) .

No en balde nos dice el personaje de la inmaterial presencia: “…yo ni sé por qué estoy aquí, lejos en tiempo y distancia de esto que voy contando”. Los personajes con que juega Saúl, testimonian un tiempo de vida fugaz y breve que sólo se entiende a cabalidad en el anónimo, profundo y silencioso tiempo largo de la historia.

Es cruel la trama que enfrenta el lector de este libro: se requiere de estómago para leerlo de corrido. Tanta brutalidad abruma. Pobreza, represión, vigilancia policiaca-militar, resistencia social, vida clandestina, delaciones, exilio, tortura… y detrás, nos dice Ibargoyen, un ritual de cultura castrense y una solidaridad militar hemisférica en defensa de una supuesta democracia enfrentada al comunismo internacional. Y es que fue desde los cuarteles donde salieron las órdenes de exterminio masivo o represión selectiva. Y es que desde los cuarteles se gestó una nueva forma de gobernar con las botas: el militar, el milico, tomó por asalto a la sociedad uruguaya y, visto con amplitud, el fenómeno se instaló también en buena parte de la colectividad latinoamericana.

Uruguay es el motivo del dicho que aquí se expresa pero, ¿cómo no leer también en estas mismas líneas una barbarie análoga sólo que en otras latitudes continentales…? “Ah, claro, –nos dice el personaje que contesta– si no, mire lo que fue pasando en Bolivia, Paraguay, Argentina, Centroamérica… un chingo de asonadas, de madrugetes palaciegos, de golpecitos y golpazos…Todo para afirmar la democracia, para disolver los movimientos populares y las reivindicaciones de los trabajadores, para combatir a la subversión, a las guerrillas que se pusieron de moda a causa de la Revolución cubana”.

Los años pasaron, ¿los crímenes políticos también? Con el transcurrir del tiempo (¿cuánto: una, dos, tres décadas?) y su conocida cauda de represión y pobreza, Uruguay,

y Latinoamérica toda entraron –más bien los metieron– en el incierto mundo de la globalización de las economías y dispusieron –los grandes poderes multinacionales– que iniciaran un proceso al que, eufemísticamente, llamaron transición a la democracia.

Hoy Latinoamérica es otra cosa… ¿O no? Hasta la piensan socialista, o en vías de serlo, dicen unos… ¿Será? Y nuestro pasado inmediato, el del militar establecido por la fuerza de las armas en la cúpula del poder político, ¿ya no goza de buena salud? ¿ya está muerto y bien enterrado? ¡Ojalá! ¿Ganó la democracia?… ¿Cuál? ¡Que curioso! ¿no? Hoy ya casi nadie habla de Revolución.

¿Tendremos claro quiénes somos? ¿Qué tanto sabremos acerca de hacia dónde vamos? Y los tan otrora comunes ritos de cultura castrense ¿murieron con el comunismo internacional? El personaje que contesta se confunde, duda. De momento sugiere que ya no son iguales las cosas, que hoy en la República uruguaya existe una coalición-movimiento de izquierda-centro y quizá, imagina, “dentro de cinco o diez o quince años las cosas mejoren de modo sensible para el pueblo uruguayo”, y recuerda que esto ya se había planteado desde los años cincuenta al setenta con la creación del Frente Amplio, y se olvida que el hoy no es el ayer –aunque el ayer no desaparezca–, que la coalición de izquierda centro se encuentra inmersa en un nuevo orden mundial al que no sólo le resulta imposible disimular, sino al que, en muchos sentidos, tiene que atender; que el Frente Amplio se integraba en otra realidad, y que es fácil de entender la distancia entre estos dos momentos: en uno la Revolución era una posibilidad real –aunque sólo fuera en el registro simbólico de la izquierda–; en otro, la Revolución no existe ni como discurso. Y el personaje que se interroga percibe, siente esta esquizofrenia histórica y exclama: “… ¿Qué me pasa, coño, si hasta pienso como si fuera otro?”

Pero, comentarios más, comentarios menos, lo que subyace, me parece, al doloroso testimonio de Saúl, es la presencia de una trágica imagen –en ese momento vestida de militar– que destrozó los cuerpos físicos y los corazones de miles y miles de uruguayos; la detestable representación de un infortunado símbolo que, por varios lustros, hizo añicos la esperanza de justicia de todo un pueblo: el fascismo.

Y bueno, dicho lo anterior, vale aclararlo, cuando aquí se habla de fascismo, se va mucho más allá de una referencia teórico-histórica cuya validez se restringe al tiempo de entreguerras; para el autor de este libro, para el que esto escribe y para muchísima más gente preocupada, desde diferentes trincheras, por esta amenaza continental –¿mundial?–, el término fascismo se emplea, más que como un riguroso concepto propio de la ciencia política, como una metáfora de la violencia, un símbolo de la maldad abusiva del poderoso –sea militar o no–, una representación de la inmoralidad desmedida o de la despótica crueldad de cualquier poder, legal o ilegal, que autoritariamente y con cualquier tipo de fuerza –incluyendo por supuesto la de las armas– quebranta la legalidad y autoriza la barbarie en contra de la sociedad o de cualquier sector de ella.

Dice el personaje que contesta a las preguntas del que entrevista: “…el fascismo es uno solo: allá lo vencen, acá se recupera, allá lo debilitan, acá se fortalece, pero dejando siempre sus espinas envenenadas…Bueno, es una metáfora inventada por el teórico Arizmendi. Los efectos del fascismo no son a corto plazo, son daños generalmente irreversibles en la economía y en la cultura, pero sobre todo en la cabeza y en el corazón de la gente”.

Y claro, resulta inevitable, con esta aclaración de términos ¿cómo no hablar de México? El mismo Saúl se encarga de hacernos saber que el de Uruguay no fue sólo el dolido caso de un suceso en una coyuntura específica; para él, como para muchos, el fascismo es un fantasma de larga sombra que cubre un gran espacio y contiene un exceso de tiempo. “Porque ya la dictadura se olía como se huele el fascismo ahora en México” –nos advierte nuevamente el que contesta; y más adelante insiste en arrastrar más de treinta años de historia:

“¿Que cómo fue la represión? Muy pesada, era parte esencial del programa fascista; era como una neblina que empapaba todo. Una fábrica de miedo, para que la gente se sumiera en la casa, para que desconfiara hasta de la propia sombra en el espejo. Eso nos llevaría a examinar el contenido ideológico de la violencia, porque la violencia autoritaria o dictatorial, cuando es interpretada como fenómeno superficial, o como categoría abstracta, no aparece como lo que realmente fue o es: un instrumento esencial del poder fascista en el caso del Cono Sur, o como se está dando ahora aquí mismo. ¿Ya le mencioné Acteal, Aguas Blancas, Atenco, Oaxaca en estos días, y los desmanes, el estado de excepción, la violación de casas y cuerpos, los desaparecidos, los supliciados, los presos, los asesinados? Y los medios remachando el clavo de la mentira y la desinformación, otras formas de violencia bien estudiada y apoyada por la jerarquía católica, que desprecia la Constitución e invoca el nombre de Dios en vano…”

¿Y cómo no registrar entonces tan evidente hecho? Pensemos: así como entendemos el término fascismo, ¿cuántos acontecimientos sucedidos en este nuestro México de la transición no los encontramos, abierta o disimuladamente, pintarrajeados de esta tinta maligna? En un país como el nuestro, enrarecido por la simulación, flagelado por la desconfianza, mediáticamente bombardeado por los valores de una cultura extraña, intelectualmente distraído por el pensamiento europeo y norteamericano, socialmente descastado, económicamente devastado y políticamente entretenido en jugar a la democracia, hicieron olvidar –no del todo, por fortuna– importantes restos de pasado todavía vivos y actuantes.

Tal es el caso del fascismo latinoamericano. Para el México intelectual de hoy es prácticamente historia muerta, y la preocupación culta divaga en busca de explicaciones en otras realidades. Existe una preocupante seguridad, bastante generalizada, acerca del carácter democrático del país, en consecuencia, nuestros problemas tienen que ver con la democracia: lo demás ya ha sido superado. Por supuesto no es así: al tratar yo mismo de entender los efectos de casi un cuarto de siglo de transición hacia quién sabe dónde, concluí que el Estado mexicano vive un rito de paso trunco. Su obligado tránsito, de un régimen nacionalista revolucionario a otro sustentado en el libre mercado, se encuentra interrumpido, suspendido, atascado en su etapa liminal. Desde 1983, los gobiernos de la República –formalmente definidos como neoliberales–, y no pocos organismos de la sociedad civil, extraviados en una profunda crisis de identidad, se entretuvieron jugando a ser globalizados sin dejar de ser nacionalistas, enmarañando sus procesos y haciendo ambiguos sus comportamientos a tal grado que terminaron por no ser ni una cosa ni la otra, naufragando en las inquietantes aguas de la ambivalencia. Resultado: un Estado y una sociedad de perfiles indefinidos, apoyados en frágiles instituciones de híbrida constitución.

De Miguel de la Madrid a Vicente Fox, ni nuevo pacto social, ni estrenado proyecto nacional, ni flamante reforma del Estado. Veinticuatro años de confusión, de disimulo, de simulación y de desconfianza. Hoy, es fácil comprobarlo, nos intimida lo incierto, lo contingente y lo riesgoso de las instituciones que comandan nuestra vida social, y por qué no decirlo, nuestros rasgos más comprensibles son la incredulidad, el recelo, la sospecha, el escepticismo y sólo las mil caras de la violencia nos precisan, trasparentan nuestro semblante más descifrable, nuestra fisonomía más visible.

Y no me refiero a la violencia que, soterrada o abiertamente, contienen las representaciones sociales que construyen la vida cotidiana, representaciones propias de cosmovisiones o ideologías legitimantes, o de estatutos morales orientadores de la vida social. No son estas formas institucionalizadas de violencia, que tienden a la estabilidad, las que me preocupan, sino más bien todas aquéllas que socavan las seguridades ontológicas de los colectivos humanos, producto de la presencia de situaciones sociales donde convive lo viejo con lo nuevo, circunstancias sociales de diversa índole donde es posible ser, al mismo tiempo, lo uno y lo otro. La violencia que hoy experimentamos no es la que se ejerce en un contexto de instituciones sólidas, sino en un espacio social intermedio, indefinido, proclive a ser desestructurado. No aludo al monopolio de la violencia “legítima” que ejercen las instituciones de gobierno a través de la policía y del ejército, violencia que no deja de estar presente, advierto más bien sobre la presencia de una violencia no institucionalizada que tiene su origen en el cínico comportamiento de los procesos de internacionalización del capital en el territorio nacional.

Ya alguna vez lo dije: sin un orden específico y políticamente aceptado, México (y América Latina) seguirá siendo lo que es: un territorio que se define desde la violencia: intrafamiliar, social, política, macroeconómica, criminal; violencia de la pobreza, violencia de la corrupción, violencia del capital frente al trabajo, violencia del sindicato frente al trabajador, violencia burocrática ejercida desde la impunidad, violencia legal contra el desprotegido, violencia del desprotegido contra lo institucional, violencia de género, violencia ecológica, violencia militar, violencia policiaca; violencia que intimida, violencia que confunde, violencia que paraliza, violencia que quebranta, violencia que nos organiza la vida, violencia que mata. Y qué curioso, qué enorme paradoja, violencia que se impone en el supuesto marco de una democracia.

¿Qué mejor caldo de cultivo para una salida fascista? Las condiciones existen, las prácticas políticas y sociales también. Si más arriba definimos al fascismo como una metáfora de la violencia, como un símbolo del poder abusivo ¿cómo imaginar nuestro México democrático? ¡Es poco riguroso el juicio! –determinará de inmediato el académico impoluto–. El fascismo ya no existe, contestará enfático: es cosa de otros tiempos, se agotó con el conflictivo mundo de entreguerras. Tampoco –considerará con severo acento– podemos hablar del pasado militarismo latinoamericano y su torrente de violencia, hoy vivimos una democracia, expresará con orgullo, limitada si se quiere, imperfecta quizá… Pero hablar de salidas fascistas a la transición mexicana… ¿¡Por favor!? ¿Cómo llamar entonces, me pregunto, a la violencia enraizada en los procesos sociales, en la lucha política, en los despóticos comportamientos de los grandes señores del dinero? ¿Cómo llamar a un país donde el poder público visible es manipulado por poderosos fragmentos de poder ocultos, nacionales y extranjeros? ¿Cómo definir el inmenso poder que día con día acumula el crimen organizado por encima del poder del Estado? ¿Cómo calificar el asesinato colectivo de tanta gente inocente? ¿Y por qué, vuelvo a preguntarme, se les habrá olvidado a los teóricos de la transición definir el carácter de la violencia que priva en los procesos inciertos, contingentes y riesgosos de un rito de paso, aún inconcluso y que, más que a la democracia, camina hacia la globalidad del mundo?

Si en todos estos procesos sociales preñados de violencia, propios de una modernidad subordinada, no se encuentra oculta la sombra fascista, ¿cómo definir las refinadas formas de brutalidad que hoy polarizan también a la sociedad entre víctimas y victimarios?

Desde nuestra democracia, valor supremo e indiscutible de los últimos cinco gobiernos, no habremos de encontrar respuestas a las inquietudes que fastidian las entrañas; los argumentos, si existen, tendremos que irlos a buscar en otros lados, no en una democracia política restringida a un conjunto de procedimientos técnico-administrativos, jurídicamente normados, orientados a hacer creíbles y confiables los procesos electorales y, desde las últimas elecciones presidenciales, con un alto porcentaje de deslegitimación.

Tampoco en los partidos políticos, incluyendo los de izquierda. Los invalida el triste papel que han jugado en su lucha por impulsar un proceso de transición a la democracia. En su vacilante andar de la oposición a la conciliación, priorizaron el control social y político sobre la movilización social. La discusión política se olvidó de los principios y de los programas para centrarse en los procedimientos. En su camino a la democracia, se vieron forzados a entrar en componendas o pactos entre ellos mismos y/o con el régimen y, en estos frecuentes entendimientos políticos, se vieron comprometidos a moderar no sólo sus principios ideológicos, sino también la combatividad de sus partidarios e, incluso, el descontento de los sectores más agraviados de la sociedad. El resultado obtenido fue una democracia liberal mal

parida, asentada en instituciones ciudadanas constitucionalmente legalizadas –no necesariamente legitimadas– cuyos actores centrales negocian, a través de élites partidarias y políticas, no principios éticos o programáticos sino, generalmente, modelos de sistemas operativos en materia electoral.

Por otro lado, esta democracia, ya de por sí limitada, y a últimas fechas deslegitimada, carga además con el lastre que le heredó la Revolución Mexicana. No ha podido deshacerse aún de la nociva influencia de la vieja cultura política nacional que nació con el movimiento armado. Frecuentes acontecimientos político-electorales, en especial la lucha presidencial del 2006, muestran la incompetencia de las instituciones electorales para desterrar del imaginario creado por años de clientelismo, cacicazgos, tráfico de influencias, compadrazgos y corrupción, la idea de que hacer política no significa eliminar al adversario, sino discutir alternativas viables y lograr acuerdos sensatos para emprender la gran tarea de construir el todavía ausente proyecto nacional.

Se ha mostrado ineficaz, además, para garantizar que los candidatos a puestos públicos, popularmente electos –del presidente de la República al presidente municipal, pasando por gobernadores, diputados y senadores– ejerzan un poder público visible, que destierre de la vida política del país los centros ocultos de poder que actúan y deciden al margen de la legalidad.

Hoy debemos aceptar que nuestra cumplida y limitada transición a la democracia, parte importante de nuestra obligada pertenencia al mundo global, ha resultado incapaz de mantener la estabilidad política en el país. Al restringir su ámbito de acción a la lucha electoral, el espacio de la sociedad civil, y, más todavía, el de la economía, continúan siendo profundamente antidemocráticos. La gran ineficacia mostrada por los actores políticos –al menos desde enero de 1994– para construir, con base en acuerdos, un nuevo proyecto nacional que cubra el gran vacío político creado desde el levantamiento zapatista, y su profunda insensibilidad para evitar la lucha sorda, despiadada y sin principios, establecida entre los partidos políticos con el principalísimo fin de alcanzar el poder por el poder mismo, han puesto al país en una preocupante situación de ingobernabilidad, cada vez más frecuente en el tiempo y más amplia en el territorio.

Hoy, México se define desde lo económico y no desde lo político. Es débil nuestro Estado-nación, y débil también la manera como se legitima desde un poder legal; en estas condiciones, es otro territorio quien nos determina, más amplio, más abarcador, supranacional (el TLCAN), perteneciente a su vez al imaginario espacio planetario del mundo global y su mito homogenizador. Esta distinción nos ayuda a explicar, al menos en parte, el carácter incierto de nuestro desarrollo.

Una estructura política sólida es sinónimo de fortaleza y estabilidad; en cambio, una determinación económica extraterritorial es equivalente de inestabilidad producto del carácter caprichoso, coyuntural, que expresa. Nuestra economía se encuentra inserta en una inmensa red internacional que se impone sobre nuestro Estado-nación. Son, en lo esencial, poderes trasnacionales quienes nos señalan el rumbo a seguir. Las consecuencias para el país son graves, en especial porque este tipo de determinación favorece, entre otras muchas cosas, la existencia de una sociedad desestructurada. Esto es, mientras más se debilita la determinación política del territorio, más se fortalece la violencia y la impunidad a su interior.

Este cúmulo de apresuradas reflexiones sobre México surge de la fuerza de un testimonio que tuvo el acierto de violentar mi corazón y mi cabeza para definir, sin el rigor de la teoría y al amparo de la interpretación, el gran peligro que subyace a nuestra patria, la síntesis de un sentimiento de horror hacia un algo que no ha muerto y que tiene la monstruosa cualidad de repetirse.

El libro de Saúl Ibargoyen, Sangre en el Sur , nos inquieta no sólo por las brutalidades que relata, por las ferocidades que, sabemos de sobra, avasallaron todo el continente. Nos mortifica, nos exaspera, nos irrita también porque nos deja el desasosiego de saber que ese algo repugnante, pegajoso, que página tras página nos hace sentir su despreciable presencia, no está muerto ¡vamos! que ni siquiera se ha marchado, que continúa siendo una sombra maligna que aflige nuestras vidas.

Algo que permanece oculto en nuestras latitudes hemisféricas y que habita a la sombra, agazapado; que parece que no cambia y preocupa y asusta: no sólo no se marcha, sino que parece emperrado en no querer hacerlo; un alargado presente que se disfraza, se enmascara, se transfigura; un fantasma jamás exorcizado que recurrentemente nos hace saber que existe, que no está difunto, que ahí sigue, firme, despiadadamente activo, amenazadoramente poderoso; una camaleónica forma de dominación que no ha sido exterminada, una sanguinaria forma de gobierno que todavía busca cómo exprimirnos. Un algo siniestro que se confunde, se entrevera con otras formas de gobierno formalmente definidas como poderes públicos visibles, autocracias encubiertas a las que figurativamente aprendimos a llamar, desde hace ya algunos años, fascismo.

Mi estimado Saúl, que bueno que todavía tengas un cristal que te mire, que te vea, que te refleje.

Prólogo do livro Sangre en el Sur. El fascismo es un solo, de Saúl Ibargoyen. Ediciones Eón, Colección Testimonio # 3, prólogo de Luis Méndez Berrueta, México, 2007.
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