Brasil, una fiesta memorable
César Seco

Porto de Galinhas es un mar azul coralino que casi se lleva a Jotamario Albeláez a su predicada nada. Con una de sus manos en alto, el poeta nadaísta decía adiós cuando un salvavidas lo avistó y lo trajo de nuevo a la orilla. Miguel Márquez lo acompañaba junto a Amparo Osorio. Fue en la piscina que da entrada al exquisito Hotel Armaçao, donde ellos me contaron. El salvavidas rescató de las furiosas olas a un Jotamario sonreído y socarrón. En sus ojos, rojos siempre desde muchacho, Jotamario traía el súbito de quien regresa de la muerte, esa, a la que los Nadaístas no se acostumbran. Con su sempiterno sombrero de copa, lo veíamos en las locaciones del Hotel y le hacíamos una reverencia muda sin que él lo notara.

A partir de aquí, estas líneas me recordaran lo vivido entonces, en ese punto frugal del planeta que es Brasil. Montaña, desierto, un tajo inmenso de agua corriendo entre la selva, surcando montañas, regando desiertos. Una inmensidad de territorio marcado por la huella visible del progresso e orden, como reza el mandato cívico de su Bandera. Se siente, se palpa, que un afán modernista mueve el pulso de las ciudades. Se siente liquidez, para vivir y morir como se quiera. Pero esto no hace privilegiados a todos sus habitantes. La sonoridad contagiosa de su música llega de inmediato al oído. Se percata uno que la diversidad de los ritmos actuales son versionados a la carioca. La sensación de fiesta en la calle es permanente. Llevan sus gentes, en cuerpo y espíritu, la cadencia de la samba. El fútbol tiene una cancha polvorienta en cada patio y un balón en cada cabeza de niño ante una afición que espera, siempre expectante en todo el mundo, el gol.

No es difícil enterarse de la refinada libertad que gozan los pudientes y de que en las favelas, y también en el set, hace estragos el crack. Lo reseñan los medios y lo exhiben el glam de las finanzas y del cinismo político, posando con la farándula. Percibí en los descomunales aeropuertos donde hicimos escala, algo que sólo pude llamar “soledad concurrida”. Edificios de ostentosa y espacial arquitectura contrastan con las aún vastas planicies que sobreviven al urbanismo sin freno. Impresionante la enormidad de Sao Paulo, es como abrir paso desde arriba con un gran lente y ver la planimetría del monstruo: lujo y ranchería a la vez. Volar rasantes fue experimentar el vértigo y sentir la ciudad esparcida adelante, a lo largo y ancho de kilómetros, como una imagen indetenible hasta que aterrizamos.

Llegamos vía Lima, debíamos hacer trasbordo a Recife y llegar al exclusivo Porto de Galinhas, no sin antes hacer escalas en Belo Horizonte y Bahía. Instante inolvidable cuando apareció la geografía del desierto por donde Antonio Conselheiro lideró a los yagunzos, decapitadores de cabezas, como vimos luego en un libro que hojeamos en el mismo aeropuerto, ya de regreso. Peladeros de tuna y abrojo que Luís Alberto Crespo, por supuesto, igualó en sus ojos a Coro y a Carora. Un imprevisto en el aeropuerto de Sao Paulo casi me deja sin Argelia, imprevisto que solventé gracias a la solidaridad de mis compañeros de viaje. La cuestión fue que Argelia y yo tuvimos vuelos distintos, para encontrarnos en Recife. Ya en el autobús que nos condujo al hotel, mis ojos alcanzaron a ver en el trayecto, entre pastizales y plantaciones de caña, una enorme valla con Lula y Chávez anunciando sonrientes la construcción de una refinería. La tecnología de fuego se traga todo afán nacionalista, le dije a Crespo y recordamos a Ibrahim López García, mientras el autobús se deslizaba por la carretera.

La Fiesta Literaria Internacional de Porto de Galinhas reunió una suma importante de escritores brasileños junto a otros del continente. Se le rendía homenaje a Nélida Pinón, primera autora de lengua portuguesa que recibe el premio Príncipe de Asturias; se devolvía el reconocimiento crítico a la obra de Clarice Lispector; se celebraba la poesía de Thiago de Mello; se conmemoraba los cuarenta años de la desaparición física del Ché y los ochenta años de vida de García Márquez. El encuentro tuvo un programa exigente, pleno de figuras y de temas. Numerosas propuestas: literatura, poesía, cine, eventos de calle, espacios para los niños. Lucila Nogueira, poeta anfitriona, sucumbió al cansancio la primera noche y sólo pudimos verla al día siguiente, ritual, exigida por el público. Floriano Martins, todo un caballero de la amistad y admirable poeta, nos ratificó su estima desde la revista Agulha, que dirige junto a Claudio Willer. Sentí especial gusto en el momento de darle la mano a Ledo Ivo, uno de los primeros poetas brasileños que leímos en la antología que Ángel Crespo hizo para Seix Barral. Lo vimos tal como lo imaginábamos, mayor, como una piedra transida, similar a la solidez de sus versos. A Thiago de Mello, lo tuvimos al lado en una ocasión, sentado, vestido de punta en blanco, portando un collar cristalino que acentuaba sus rasgos étnicos. En un momento, cuando leían los colombianos, Jotamario trajo a colación a X-504, o sea a Jaime Jaramillo Escobar, a partir de una anécdota que lo vincula al poeta Geraldino Brasil, traducido admirablemente por Jaramillo. Hubo un instante en que llegué a creer que Jotamario se refería a una invención de su amigo, pero esa invención se volvió realidad cuando la voz de Thiago aclaró que Geraldino Brasil existía y estaba vivo como él y como nosotros que estábamos ahí escuchándolo y su gesto nos bastó para intuirlo. Era así, nos dijimos, como por alguna fórmula mágica los Nadaístas se hacían notar en la fiesta, libando el misterio de lo que realmente acontecía

Todas las noches la Casa Latinoamérica recibía a los invitados con música y muchas caipirinhas. Armando Romero, quien nos pareció un viejito dulce cuando bailó con Argelia, llegó a ser terriblemente irónico, hasta con él mismo, cuando nos llevó a su habitación en compañía del poeta dominicano Rei Berroa, entre rones y güisquis. El poeta de vidrio, como le conocimos en su libro, nos contó que llegar a Brasil le había costado cuarenta años desde que salió arrojado de las fauces del Nadaísmo a las del Techo de la Ballena, y nos recordó a un Juan Sánchez Peláez no tan grato, y nos dio un abrazo para Juan Calzadilla.

Los invitados hicimos una lectura colectiva en la llamada Praça das PiscinasNaturais, por lo que tuvimos tiempo de sobra para elegir del programa lo que más nos interesaba, y por supuesto, escogimos la presentación de las antologías de nuestros hermanos colombianos y peruanos, la conferencia de Rei Berroa sobre Frida Kahlo, y el foro dedicado a los festivales, donde los venezolanos quedamos bien en la presencia de Luís Alberto. Pero llegó el momento en que llegué a sentirme como preso en medio del lujo y disfrute de la fiesta, y fue así que se nos dio el placer de conocer una pareja de escritores paulistas, Beth Brait Alvim y José Geraldo Neres, con quienes tuvimos una conversación amena, tanto en la fiesta como a la orilla de la playa. Ella se vino en el mismo avión que Argelia desde Sao Paulo hasta Recife, toda una dama, académica, culta, y él, un poeta, estudioso de las letras, elocuente, incisivo. Nos hablaron de Mia Couto, escritor de Mozambique, autor de una respetable narrativa. “Lo que pasa es que Lula está atrapado y esto se debe a que casi somos un imperio y no hemos podido evitar que la oligarquía siga gobernando”, entendí que nos dijo él en medio de sus palabras, bajo un sol esquivo, frente a las furiosas olas que casi se llevan a Jotamario.

Llamó mi atención un grupo de poetas callejeros. Una tarde, Argelia se había ido con Isabel de los Ríos, Luis Carlos Neves y Maritza Jiménez a una actividad con niños. Al sentirme sólo en la habitación, bajé a la entrada del salón principal y pude verlos allí, dispuestos a mostrar su propuesta, no pautada en el programa oficial. Al poco rato dejaron oír y ver una poesía directa parecida al hip-hop, o al rap. Cada uno de ellos entraba y salía del círculo pronunciando una jerga. Eran como pregoneros rebeldes compartiendo un mismo ímpetu, un mismo ritmo; haciendo el poema entre todos que una vez sugirió Lautreámont. Entre ellos destacaba uno que vestía pescadores jeans y franela azul celeste con la inscripción “merece un tiro quien inventó la bala”, lo cual nos hizo conocer su poética, breve, ocurrente, irónica, acompañada por una ebriedad magnífica de movimientos histriónicos; vivía como un éxtasis báquico. Se hacía llamar Miró, nos abrazó sucesivas veces junto a Douglas Diegues, poeta brasileño que habita en la frontera con Paraguay y escribe una fusión de portuñol y guaraní.

Grato fue tratar con Luis Fernando Cuartas de la revista “Punto y seguido” que alcanza ya los 50 números, una rica posibilidad parasurrealista en Colombia. Por allí andaba Eduardo Moshes, mexicano, cuyo nombre nos hacía eco de algo leído en Octavio Paz hace tiempo. Moshes nos obsequió un ejemplar de “Blanco móvil”, revista que conjuga un espíritu abiertamente crítico con una marcada intención fabuladora. Vimos a Fabián Casas, argentino, y nos puso en la mano su extraordinario libro “El salmón”, y hablamos con Odi González, peruano, a quien ya conocíamos de cuando estuvimos en Medellín. Odi nos entregó “Vírgenes urbanas”, libro-catálogo de la fotógrafa Ana de Obregoso, para quien escribió magníficos textos en quechua, español e inglés. Peruanos también, conocimos a Arturo Corcuera e Hildebrando Pérez Grande, de este último me gustó la bien labrada sencillez de sus versos y, cuando me acerqué a saludarlo, se lo manifesté, a lo cual respondió dándome dos ejemplares de la excelente revista “Martín”, uno de éstos dedicado a Emilio Adolfo Westphalen, el gran poeta peruano de filiación surrealista. Preparados ya para partir, estrechamos la mano de Alex Pausides, nos dio la invitación al Festival de La Habana. De regreso, en el avión, Maritza sacó de su cartera “Nada es para siempre”, antimemoria de Jotamario, me atrapó enseguida, y me hizo prometerle una reseña para la Revista Nacional de Cultura.

Estamos en la posibilidad de crear una auténtica red de escritores latinoamericanos, un elemento posible para la integración. Nos vemos. Nos estamos viendo, nos dijimos.

Ya bajando de Maiquetía a Caracas, Miguel, feliz por la vuelta a casa destapó una botella de güisqui y celebramos.

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