III ENCONTRO DE TEATRO IBÉRICO . ÉVORA/2005
TEATRO: UM ESPAÇO SEM FRONTEIRAS

Teatro y fronteras:
elogio del sexo

Juan Pablo Heras

Se me pide una reflexión sobre el tema “teatro y fronteras”. Tras mucho pensar, no puedo llegar a otra conclusión: el teatro necesita sexo.
Será mejor empezar desde el principio. Los científicos se han preguntado desde hace tiempo el porqué de la existencia del sexo. Si las células primigenias cumplían la crucial misión de reproducirse con una simple clonación de sí mismas, resulta difícil entender las razones evolutivas que permitieron la aparición de este inexplicable invento, lastrado por innumerables dificultades: gastos energéticos ingentes e imprevisibles riesgos, para los que se atrevan, de ser devorados por otras bacterias en el viaje en busca de la pareja perfecta. La ciencia concluyó que la tan eficaz clonación lleva consigo un empobrecimiento del ADN, y que la mezcla, la transgresión de las fronteras que separan a unas bacterias de otras, produce sorpresas memorables, dignas a veces de perdurar en la herencia genética de los que están por venir.

Lo mismo le sucede al teatro.

La apertura de fronteras salva al teatro de su tendencia natural al localismo más estéril. Y, como en el sexo, la trascendental mezcla del ADN propio con el ADN ajeno se produce con pequeños actos individuales que engendran nuevos mundos. Son personas concretas las que, por su cuenta y riesgo, se deciden a editar o a montar en tierra propia los textos que han conocido en sus viajes al extranjero; son personas concretas, muchas veces empujadas por el exilio, las que desembarcan en el teatro que las recibe cargando con un equipaje de nuevas imágenes, sensibilidades e ideas fecundadoras. ¿Qué sería de cualquier sistema cultural sin la aportación de los inmigrantes?

¿Por qué es tan necesaria esta ruptura de fronteras? ¿Qué nos aporta, cuando nos resultaría tan cómodo seguir clonándonos a nosotros mismos? Sin duda, una nueva mirada. Todo aquel que ha viajado y se ha atrevido a romper esa burbuja dorada desde la que el buen turista contempla lo ajeno, ha vuelto a su tierra con una mirada distinta. A la vuelta, lo que parecía necesario se ha vuelto contingente. De repente, el viajero que regresa es capaz, ahora, no sólo de ver lo que es sino lo que puede ser.

Sin embargo, hay otro fenómeno teatral que trasciende también las fronteras pero produce un fenómeno inverso. Me refiero a los espectáculos producidos por las nuevas multinacionales del teatro, con los musicales made in Broadway (presumiblemente más cercanos a una idea vendible y clásica de Broadway que a su realidad actual) al frente. Estas producciones aterrizan en cada país ya prefabricadas, al menos en lo que se refiere a aspectos que implican a la dirección, la escenografía, o la coreografía. Se trata de espectáculos globalizados, cuyas aristas han sido pulidas en un proceso de macdonalización (1) destinado a crear algo que resulte tranquilizadoramente previsible a sus supuestos consumidores. No traen una nueva mirada, sino que son el resultado de un estudio de mercado que pretende determinar de antemano lo que el público espera encontrar en los escenarios. Olvidan que, incluso según presupuestos neoliberales, en el mercado cultural es la oferta la que crea la demanda. Al tratar al público como consumidores, y no como ciudadanos, se anula la capacidad de sorpresa, de creación, de mutación y evolución de la especie. Volvemos, otra vez, a la clonación.

Recuerdo una disputa que José Monleón tuvo con José María Pemán y que cita a menudo en sus discursos. Pemán reivindicaba el carácter ritual del teatro, en un sentido muy concreto: para él, el público debía asistir al espectáculo como si se tratara de una misa, es decir, conociendo de antemano todos los procedimientos, y, por supuesto, el desenlace de la obra. Monleón, en cambio, recordaba la capacidad única del teatro de mostrarnos los aspectos desconocidos u ocultos de nosotros mismos; el poder del teatro para sorprendernos, como prueba de que nuestra humanidad es siempre un proceso inacabado, una construcción que no cesa y en la que es peligroso darse por satisfecho.

Dice el crítico argentino Jorge Dubatti que el teatro es un reducto a salvo de la globalización. Por su propia esencia es un arte ajeno a la producción en masa, creado al pie del ciudadano. Incluso esas producciones multinacionales no pueden prescindir de seleccionar actores locales en cada lugar. La fragilidad comercial del teatro puede suponer la salvación de su biodiversidad. Pero si el teatro cierra sus fronteras, estará condenado a repetirse a sí mismo hasta la extinción. El ADN de nuestro teatro, si quiere evolucionar, si quiere dejar de repetirse a sí mismo para seguir siendo él mismo, debe dejarse contaminar por el de otros teatros. Los ideales de pureza nacionalista son esterilizadores. Incluso expresiones teatrales que surgen de culturas amenazadas u oprimidas alcanzan interés universal en cuanto se dejen contaminar por el contacto con lo exterior, siempre que no permitan que les alcancen en su corazón y se conviertan en folklore barato para consumo turístico. En repeticiones clónicas de sí mismo.

Abramos las fronteras y arriesguémonos a que nuestro ADN mute en formas imprevisibles. Que no se frene la evolución por miedo a que aparezcan monstruos.

Viva el sexo

Notas

(1) Utilizo el término popularizado por el sociólogo George Ritzer en su libro La macdonalización de la sociedad, Ariel, Barcelona, 1999.
Juan Pablo Heras é autor dramático
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