REVISTA TRIPLOV
de Artes, Religiões e Ciências


nova série | número 47 | agosto-setembro | 2014

 
 

 

 

 

CÉSAR SECO

Vanguardia y política en la poesía venezolana contemporánea

 

CÉSAR SECO (Venezuela, 1959). Poeta y ensayista. Bibliotecario y promotor cultural. Fundador de la Casa de la Poesía Rafael José Álvarez y de la Bienal de Literatura Elías David Curiel, en Coro su ciudad natal. Ha publicado: El laurel y la piedra (1991), Árbol sorprendido (1995), Oscuro Ilumina (1999), Mantis (2004), El Viaje de los Argonautas y otros poemas (2006), todos reunidos en Lámpara y silencio, antología poética (2007), publicada por Monte Ávila Editores en la Colección Altazor. En 2009 su libro de ensayos Transpoética fue editado por El perro y la rana en la colección Heterodoxia. En 2014 la editorial Imaginaria ha publicado La playa de los ciegos, y Ediciones Madriguera, El poeta de hoy día, ambos libros de poesía. Miembro de los consejos de redacción de la las revista Imagen (Centro de Estudios Literarios Latinoamericanos Rómulo Gallegos) y Poesía (Departamento de Cultura de la Universidad de Carabobo). Colabora con distintas revistas nacionales y extranjeras, tanto impresas como digitales. Contacto: poesia_58@yahoo.com

 

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 Decir que la vanguardia ha muerto es una traición
a la lucha por cambiar el mundo.

Antoni Tapies 

No podemos hacer una lectura crítica de la poesía venezolana fundamentados sólo en las corrientes literarias y grupales que prevalecieron durante el siglo XX; necesario es ver éstas al trasluz de las circunstancias vivenciales de sus creadores y de las incidencias socioculturales del país para el momento histórico en que éstos se han expresado. Cierto es que para la última década del conflictivo siglo ya fenecido se derrumbaba entre nosotros una forma indolente de gobernar a espalda de las mayorías, como también lo es que buena parte de nuestros poetas, salvo unas muy pocas y dignas excepciones, mantenían una actitud adocenada o bien no advertían la suerte política sobre la que estábamos parados los venezolanos; es decir, que el barco encallado del “puntofijismo” y la eufemística “democracia representativa” hacía aguas. El camarote de la realidad estaba inundado ya de incertidumbre social y económica y esto se tradujo en pesadumbre y violencia, cuando sobrevivo el Caracazo y más luego el madrugón de Febrero, que se tradujo a su vez en el dramático "por ahora" que hoy nos tiene en la vigilia.

Había, y lo digo con énfasis pero sin afán de juicio, cierta actitud acomodaticia entre nuestros poetas, actitud que se manifestaba en anclarse en cargos públicos que les permitirá vivir sino holgados, decentes, relacionarse pública e institucionalmente para poder viajar a los centros de interés cultural, repetir la gloria de los viejos maestros, conformarse con ser epígonos unos, y los pocos en no doblegarse a los ofertorios de la novedad, obedeciendo sólo a la intimidad más recóndita que les indicaba su voz. Claro, esto que por ahora voy a llamar actitud, viene ya del albur de nuestras letras, pese a la aparición de lo que denominaría antesala de la vanguardia, entiéndase: Ramos Sucre, Salustio González Rincones, Antonio Arráiz y la posterior irrupción del Grupo Viernes, principalmente Vicente Gerbasi. Esta actitud, digo, se manifestaba en una poesía qué aún se oía en Darío, que a lo más cumplía con reproducir su fastuosa arquitectura métrica, buscar eco, no resonancia propia, dejando de lado el propósito liberador de la vanguardia, que ya nos alcanzaba, lo cual no aconteció durante medio siglo hasta que Juan Sánchez Peláez trisó la cuerda con su libro Elena y los elementos (1951).

La iluminadora escritura de Sánchez Peláez nos llevaría a otro espacio de crear y creer en la poesía. El momento de las vanguardias había llegado para no irse, aunque a la luz está que ha sufrido demoras y atravesado períodos que se podrían llamar de recesión imaginativa y de falta de riesgo poético. Después de Sánchez Peláez pasaría una década para que su atisbo vanguardista cobrara fuerza, esta vez en todo el sentido de ruptura que propicia la vanguardia en cualquier lugar y época. Sardio, El Techo de la Ballena, Tabla Redonda, fueron algunos de los movimientos grupales que irrumpieron con propósito cuestionador emergente, en la mayoría de los casos subversivos estéticamente, donde la prosodia y el versolibrismo tomaron el lugar de las preciosas y rimadas metáforas de antaño. Una isla en todo este escenario sería un poeta que purgó cárcel durante la dictadura de Pérez Jiménez, tan comprometido políticamente como hacedor de una poesía eminentemente vanguardista sin parangón en la poesía venezolana, cuyos poemas aparentemente herméticos denuncian un avasallamiento de la naturaleza y del ser por todo tipo de poder establecido, me refiero a Rafael José Muñoz, una excepción, un salta planetas que a la anémica crítica nuestra se le hace imposible develar. 

Quién puede negarlo y la historia está ahí para corroborarlo. Los principales poetas y movimientos de vanguardia emergieron al trágico acontecer y desenlace de la lucha armada de los años 60. Un poema como Derrota (1963) de Rafael Cadenas no fuera sido escrito si el poeta no hubiese vivido su propia experiencia de o ante la insurrección. Un poema como ¿Duerme Usted Señor Presidente? (1962) de Caupolicán Ovalles, no hubiera alcanzado la repercusión que tuvo si este poeta no fuera asumido en ese momento la voz de las mayorías para expresar su desilusión por lo que Betancourt había terminado en convertir el naciente “proyecto democrático”. Una propuesta como la de Carlos Contramaestre, Homenaje a la necrofilia (1962), no fuera dejado en evidencia que “algo se pudría en Venezuela”, lo cual se vino a constatar 40 años después. También, cómo olvidarlo, en estos años tumultuosos desde todo punto de vista, va a emerger una poética que cumple con todos los visos de la vanguardia y que hasta hoy mantiene sus presupuestos críticos intactos, me refiero a la de Juan Calzadilla; su libro Dictado por la jauría (1962) es clave para el desarrollo posterior de la poesía venezolana, en ella la metrópolis boca de lobo, la capital, Caracas, es presentada con todo su desorden escatológico, el cual se remite o es reflejo del desorden histórico, político y social del país. Todos los movimientos de ruptura, no sólo rompieron con las formas tradicionales de hacer arte y poesía, sino que jugaron un papel decisivo en el cuestionamiento del sistema y como es harto sabido: los poetas salieron de su torre de marfil a caminar y escribir entre las balas, la falsía cultural y la opresión política y económica.

Se respiraba entonces, a pesar de las torturas y del "diaparen primero y averiguen después" una actitud liberadora en nuestros poetas que se expresaba sin tapujos en sus escritos, pero que, también, iba más allá y adquiría el valor del compromiso y la provocación, por lo que muchos poetas fueron perseguidos y otros exiliados, algunos a motus propio para salvar su vida. Carlos Contramaestre y Dámaso Ogaz hicieron coincidir es sus obras la magicidad y la denuncia, el absurdo y la realidad, colindando con el arte popular y el informalismo uno, y con el majamanismo y la patafísica el otro. El poema pasó de ser un objeto de belleza a una "bomba de fabricación casera", como llegó a señalar el propio Ogaz, en sus Mitos, equivalente escrito de los ready made de Duchamp. Caupolicán Ovalles y más luego Víctor Valera Mora aportaron una procaz ironía y un desenfado corrosivo, dispuesto a desnudar el sistema imperante, a su hipocresía y el de la sociedad en que se cobijaba, ofreciendo a su vez su contraparte amorosa y tierna. Todo ello en un país que había sido vendido al establisment y la mayoría de sus habitantes no participaban de la riqueza proveniente del petróleo, por decirlo de alguna manera la chequera nacional.

Todo esto encontró eco en la generación de los 70, es decir en grupos como El maracuchismo-leninismo, 40º a la sombra, Trópico Uno, La pandilla Lautréamont, y en poetas como Gustavo Pereira, José Barroeta, Miyó Vestrini, Blas Perozo Naveda, Lydda Franco Farías, Álvaro Montero, Eleazar León, Gabriel Jiménez Emán, William Osuna, entre otros, hasta que se fue apagando la rebelión, por un lado porque fue efectiva la mal llamada pacificación de Caldera y por otro porque los poetas volvieron a las universidades, donde encontraron refugio y la vida académica apaciguó la voluntad crítica que los había animado en su juventud. El que diga que esto es mentira que arroje la primera piedra. Eso sí, llegados aquí nos topamos con una verdad imposible de ocultar. En medio del apaciguamiento impuesto calculadamente desde el poder, se hizo propicio el que destacaran voces cuyo aspecto vanguardista va a estar más reflejado en la alta exigencia estética que en su puntería política o denunciante, acercando la poesía venezolana a la universalidad partiendo desde la aldea, esto es, las poéticas de, primero y con antelación, Ramón Palomares, y luego Eugenio Montejo y Rafael José Álvarez. Esto vino a revelarnos que la vanguardia no sólo se levanta desde sus asideros políticos o demandantes, sino que se hace presente cuando es capaz de provocar una revolución estética y hacer posible el reconocimiento de un rostro geográfico y espiritual que permanecía oculto o soslayado. De todos los poetas de los 70 es insoslayable el carácter vanguardista de la obra Gustavo Pereira, específicamente sus Somaris, propuesta revolucionaria en más de un punto de vista, destacando abiertamente su sentido ético de denuncia y apuesta por la siempre debida y su no menos sentido estético de alta elaboración de un lenguaje muy particular con evidentes rasgos de autenticidad y que van a ser definitorios de su poética ya entrados los 80.

A decir de José Ignacio Cabrujas, dramaturgo que supo desnudar el alma del país, más tarde caímos en "el estado del disimulo", y ese fue el que encontraron los poetas que comenzaron a publicar entre los años 80 y 90. Los poetas de los 90 bien pudieron heredar el legado cuestionador de los 60 y 70, si antes la generación de los 80 no hubiera hecho lo posible para alejarse de ello y asumir el viejo-nuevo lenguaje conversacional más a fin de los ecos provenientes de la calle; como si no hubiese estado presente ya entre nosotros la huella de la generación beat que alimentó a Valera Mora, el minimalismo que marcó un libro como Serpiente breve de Guillermo Sucre, o la de los poetas objetivistas norteamericanos presentes en la poesía de Alejandro Oliveros.

Los poetas de los 80, o bien para no generalizar, los agrupados en Tráfico y Guaire, y siendo sincero, sólo parte de estos, alegaban que había que apartarse de la estridencia y sumirse en territorios más planos, cotidianos, vivenciales, interpreto. Recordemos el grito de guerra de Tráfico:”Venimos de la calle y hacia la calle vamos”. Mención aparte merece William Osuna, cuya obra es en parte bisagra entre los poetas del 70 y los del 80, no desestimando la poética callejera, pero asumiéndola con sus vocablos e incidencias marginales, a la vez que hizo leer y enterar al lector de manera franca hacia donde estaban dirigidos sus petardos: a denunciar la opulencia citadina en contraposición con la miseria que la bordea: la vida de los habitantes de los cerros, los personajes que pululan por la ciudad habitándola con su piel. No podría cerrar este fragmento si no digo que también por esos años se impuso una brevedad impostada de la poesía japonesa, que no pasó de la imitación pero que fue muy publicada y siendo asumida por algunos poetas como una forma novedosa de hacer poesía, cuando en realidad no lo es. La diferencia la marcó Reynaldo Pérez Só, cuya brevedad obedecía y sigue obedeciendo a otros parámetros, más ascéticos que literarios, más a una forma de ver y sentir la naturaleza que a una postura esteticista. Ahora bien, me pregunto, ¿estaban obligados estos poetas a dinamitar un poder político y económico que se caía por sí solo? En poesía nadie está obligado a nada, se asume o no se asume, se sube uno a su torre y se vuelve lo más parecido a una fría columna de yeso o baja a mezclarse con la parte más demandante de la vida; la lucha por la sobrevivencia y la justicia como testimonio de amor verdadero por sí mismo y por el prójimo. En verdad a la poesía misma no se le puede hablar de utilidad porque se torna sospechosa de perder su esencialidad. 

El tango de Gardel dice que 20 años no es nada; pero si se pueden revisar para seguir adelante, ahora mismo, cuando otra generación poética se asoma a las páginas del imaginario libro conjunto de la poesía venezolana contemporánea y otro es el país demandante, otra la situación política. La generación poética de los 90, en la cual me ubico, es la suma de una variedad estética y discursiva, de intentos fallidos unos y prometedores otros, y esto porque más que de logros definitivos se trata de obras que aún están en proceso, aunque ya es legible en qué y cómo se han gestado: el desencanto, la intimidad, el ámbito doméstico, la ironía, esto desde lo personal, y la intertextualidad y lo fragmentario, desde lo literario. Lo que no podemos dejar de lado es constatar si esta generación conserva algún eco de la vanguardia que la precedió o no. Respondo: "Sí y no". Respuesta dual, indefinida como su rostro expresivo. Sí porque en ella podemos rastrear un halo de inconformismo, una intensión más que manifiesta de construir su propio discurso. Y no, porque pareciera eludir todo intento de pronunciación política, de elevar su voz a un tono más cuestionador que autocompasivo.

Imagino que en esta sucesión de palabras que avanzan a su fin, sobra quién diga: "Bueno es que las mujeres poetas no han jugado un papel importante en la vanguardia para que sólo dos sean nombradas en este recorrido". Voy y le respondo inmediatamente in situ: "Injusto, ¿no?”. Por ello lo he dejado como un fragmento aparte, como una puerta abierta a la discusión. Si bien es cierto que las mujeres poetas no han faltado a la cita grupal cuestionadora y política, más cierto aún es el que no han sido sus figuras más decisivas en cuanto a lo político, salvo Miyó Vestrini y Lydda Franco Farías, quienes se jugaron el todo por el todo en sus poéticas y en sus vidas y sus obras sobresalen incluso por sobre la de algunos de sus compañeros de generación. Por valientes y certeras, más que por cualquier postura feminista. 

Llegado aquí, al final de estas líneas, entiendo de que de entre el silencio atento o bien crítico, otro alguien no indiferente a mis posibles equívocos, me diga: "la vanguardias pasan", enseguida, qué certeza me diré callado y un segundo más tarde le responderé afablemente, sin ánimo de polémica: "Pero, su aliento queda, si queda". Y no más.

 

 

© Maria Estela Guedes
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