FREI LUÍS DE GRANADA

INTRODUCCIÓN DEL SÍMBOLO DE LA FE
Extractos
 

Introducción del Símbolo de la Fe
Fray Luis de Granada

Capítulo I
Del fruto que se saca de la consideración de las obras de naturaleza. Y de cómo los santos juntaron esta consideración con la de las obras de gracia
 

Todos los hombres de altos y excelentes ingenios que, menospreciados los cuidados de los bienes temporales, emplearon sus entendimientos y su vida en el estudio y conocimiento de las cosas divinas y humanas, en ninguna cosa más se desvelaron que en inquirir cuál fuese el fin del hombre, y su último y sumo bien. Porque sin este conocimiento no se puede regir ni enderezar por convenientes pasos y caminos la vida, pues nos consta que la regla de los medios se ha de tomar del fin. Y dado caso que en esto hubo muchas y diversas opiniones, pero al cabo vinieron los más graves filósofos a determinar que el último y sumo bien del hombre consistía en el ejercicio y uso de la más excelente obra del hombre, que es el conocimiento y contemplación de Dios. Y digo en el ejercicio, porque (según dice Aristóteles) como «una golondrina no hace verano», sino muchas, así una consideración de éstas no hace al hombre bienaventurado, sino el ejercicio y uso de ellas.

Este fue el estudio y ocupación de algunos insignes filósofos, y así se escribe de Séneca que, para emplear en esto una parte de la vida, se salió de Roma, para poder con mayor quietud y reposo vacar a la contemplación de las cosas divinas. Y porque en este ejercicio concuerdan los filósofos con los cristianos, pareciome injirir aquí la manera en que este gran filósofo se ejercitaba en este oficio. Lo cual servirá para confusión de muchos cristianos, que ni tienen ojos para saber mirar las maravillas que Dios ha obrado en este mundo, ni les pasa por pensamiento lo que este filósofo gentil siempre hacía. Pues conforme a esto, escribe él a un su amigo, que ninguna cosa mejor hace un sabio, que cuando levanta su corazón a la consideración de las cosas divinas. Y en otra epístola escribe a él mismo que, no habiendo de ocuparse el hombre en este oficio, no había para qué haber nacido. Porque, ¿de qué servía alegrarme yo de estar puesto en el número de los vivientes? ¿Por ventura para comer y beber, y para sustentar este cuerpo deleznable y perecedero, si a cada hora no lo hinchimos de manjares, y para vivir sujeto a enfermedades, y temer la muerte, para la cual todos nacemos? Quitado aparte este inestimable bien, no estimo en tanto esta vida, que por ella haya de sudar y trabajar. ¡Oh, cuán baja cosa es el hombre, si no se levanta sobre las cosas humanas! Cuando peleamos con nuestras pasiones, ¿qué mucho hacemos? Aunque seamos vencedores en esta lucha, no hacemos más que vencer monstruos. Escapaste de los vicios, no eres hombre de dos caras, no hablas al sabor del paladar de los otros, estás libre de avaricia, la cual niega a sí lo que quita a los otros, ni te fatiga la ambición, la cual busca las dignidades haciendo cosas indignas; con todo esto, no es mucho lo que has alcanzado; de muchos males te has librado, mas aún no de ti, porque la virtud que buscamos es grande y magnífica. No está la bienaventuranza del hombre en carecer de vicios, mas sirve esto para alargar el corazón, y disponerlo para el conocimiento de las cosas celestiales, y hacerlo digno de la compañía de Dios. Entonces está acabado y perfecto nuestro bien cuando, puestos todos los vicios debajo de los pies, subimos a lo alto, y llegamos a penetrar los secretos de naturaleza. Entonces huelga el hombre, andando entre las estrellas, de reírse de los edificios y casas hermosas de los ricos, y de toda la tierra, con todo el oro que se ha desenterrado, y del que está guardado para el avaricia de los venideros. Ni puede el ánimo menospreciar las ricas portadas, y los zaquizamíes de marfil, y las mesas de arrayán, cortadas a tijeras, y los caños de agua traídos a las casas de los ricos, si no hubiere cercado todo el mundo, y mirare dentro de lo alto la redondez de la tierra, tan estrecha, y en gran parte cubierta de agua, para que entonces diga él a sí mismo: «¿Éste es el punto que a fuego y a sangre se divide entre las gentes?». ¡Oh, cuán dignos de reír son los términos de los mortales! Punto es esto en que navegáis, y batalláis, y ordenáis reinos y provincias. En lo alto hay grandes espacios, en los cuales es admitido el ánimo, pero no el de todos, sino de aquéllos que llevan consigo poco del cuerpo, y despidieron de sí toda inmundicia, los cuales, desembarazados y aliviados de estas cargas, y contentos con poco, se levantan a lo alto. Y cuando este tal ánimo toca las cosas soberanas, entonces se recrea y crece y, libre de las prisiones de la carne, vuelve a su origen y principio. Y esto toma por argumento de su divinidad: ver que las cosas divinas le deleitan, y que se ocupa en ellas, no como en cosas ajenas, sino como en suyas propias. Entonces, seguramente, considera el nacimiento de las estrellas, y el caimiento de ellas, y la concordia que guardan en tan diversos movimientos y caminos, y con curiosidad examina cada cosa de éstas, y busca la razón de ella. ¿Por qué no buscará, pues entiende que todo esto pertenece a él? Entonces menosprecia la estrechura de este mundo, porque todo el espacio que hay desde los últimos términos de España hasta las Indias, corre un navío, si le hace buen tiempo, en pocos días, mas aquella celestial región apenas anda una estrella muy ligera en espacio de treinta años. Entonces el hombre aprende lo que mucho antes deseó, que es conocer a Dios. ¿Qué cosa es Dios? Mente y razón del universo. ¿Qué cosa es Dios? Todo lo que vemos, porque en todas las cosas vemos su sabiduría y asistencia, y de esta manera confesamos su grandeza, la cual es tanta, que no se puede pensar otra mayor. Y si él solo es todas las cosas, él es el que dentro y fuera sustenta esta gran obra que hizo. Pues, ¿qué diferencia hay entre la naturaleza divina y la nuestra? La diferencia, entre otras, es que la mejor parte de la nuestra es el ánimo, mas él todo es ánimo, todo razón y todo entendimiento. En lo cual se ve cuán gran sea el error de aquellos locos, los cuales, con ser este mundo una obra tal que no se puede hallar otra ni más hermosa, ni más bien ordenada, ni más constante y regulada, vinieron a decir que se había hecho acaso, no mirando que ellos confiesan tener ánima, la cual ordena y endereza sus negocios y los ajenos, y esto niegan a este universo, en el cual todas las cosas se hacen con sumo concierto. Lo susodicho en sustancia es de Séneca, el cual, en el libro que escribió, De La Vida Bienaventurada, dice que la misma naturaleza nos crió no sólo para obrar, sino para contemplar. Y por esto dice que ella imprimió en nuestros ánimos un natural deseo de saber las cosas secretas, por donde muchos navegan y andan peregrinando por regiones muy apartadas, por sólo este interés de saber cosas escondidas. Dionos, dice él, la naturaleza un entendimiento curioso, y como ella conocía el artificio y hermosura de sus obras, quiso que fuésemos contempladores de ellas, pareciéndole que perdería el fruto de sus trabajos si cosas tan grandes, tan claras, tan sutilmente ordenadas, y tan resplandecientes, y por tantas vías hermosas, criara para la soledad. Y porque sepas que ella quiso ser no solamente mirada, sino también contemplada, considera el lugar en que nos puso, que fue en medio del mundo, donde nos dio vista para todas partes, para que de ahí pudiésemos ver las estrellas cuando nacen y cuando se ponen, y allende de esto púsonos la cabeza en lo más alto del cuerpo sobre un cuello flexible, para que pudiese volver el rostro a la parte que quisiese. Y de los doce signos del cielo, por donde anda el sol, nos descubrió los seis de día, y los otros seis de noche, para que con el gusto de estas cosas que se ven, nos encendiese la codicia de saber las que no se ven, para que por esta vía procediésemos de las cosas claras a las oscuras, y así viniésemos a hallar una cosa más antigua que el mundo, de la cual salieron esas estrellas. De manera que nuestro pensamiento ha de romper los muros del cielo, y pasar adelante, y no contentarse con saber solamente lo que ve, sino también lo que no se ve. Pues como el hombre sabio entiende haber nacido para esto, no piensa que tiene sobrado el tiempo de la vida para este estudio, antes conoce que por avariento que sea de él, y ninguna parte se le pierda por negligencia, que es muy breve para alcanzar tan grandes cosas, y que la vida del hombre es muy mortal para el conocimiento de las cosas inmortales.

Y el mismo filósofo, en una epístola escrita a un su amigo, muestra cuánta razón tiene de ocuparse en la consideración de las cosas naturales, para venir al conocimiento de su Hacedor. Y así dice él: «¿Yo no procuraré saber cuáles sean los principios de que se hicieron todas las cosas, quién el Hacedor de ellas, quién el artífice de este mundo, por qué vía una cosa tan grande se puso en orden y ley, quién recogió cosas tan derramadas, y apartó cosas confusas, y dio nueva figura a las que estaban afeadas y escondidas, de dónde proceda esta tan gran luz, si es fuego o otra cosa más resplandeciente que él? Pues, ¿yo no trabajaré por saber estas cosas, y entender de dónde vine yo a este mundo, y adónde tengo de ir acabada la vida, y cuál sea el lugar que está diputado para las ánimas después que estén libres de las leyes de esta servidumbre? ¿Quieres que no me levante a las cosas del cielo, sino que viva la cabeza baja, como una bestia muda? Mayor soy, y para mayores cosas nací, que para ser esclavo de mi cuerpo».

Por todo lo que este gran filósofo nos ha enseñado en todas estas palabras, vemos cómo por el conocimiento de las criaturas nuestro entendimiento se levanta al conocimiento del Criador, así como por el conocimiento de los efectos venimos en conocimiento de las causas de donde proceden. Pues como este mundo visible sea efecto y obra de las manos de Dios, él nos da conocimiento de su Hacedor, esto es, de la grandeza de quien hizo cosas tan grandes, y de la hermosura de quien formó cosas tan hermosas, y de la omnipotencia de quien las crió de nada, y de la sabiduría con que tan perfectamente las ordenó, y de la bondad con que tan magníficamente las proveyó de todo lo necesario, y de la providencia con que todo lo rige y gobierna. Éste era el libro en que los grandes filósofos estudiaban, y en el estudio y contemplación de estas cosas tan altas y divinas ponían la felicidad del hombre.

 
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