Descodificando a
DA VINCI

AMY WELBORN

 

Introducción

 

El Código Da Vinci incluye unos elementos atractivos para muchos lectores: intriga, secretos, un enigma, un indicio de romance, la sospecha de que el mundo no es lo que parece y que los poderes establecidos no desean que conozcas la verdad que está ahí fuera.

La novela comienza cuando Robert Langdon, personaje que es profesor de “simbología religiosa” en Harvard (por cierto, esa asignatura no existe), de visita en París, es convocado a la escena de un crimen en el Louvre. Otro personaje, un conservador del museo, llamado Jacques Sauniere, considerado un experto en diosas y en “lo sagrado femenino”, aparece muerto –probablemente, asesinado- en una de las galerías.

Parece que, antes de su muerte, Sauniere tuvo tiempo para colocarse sobre el suelo en la postura del dibujo de Leonardo da Vinci, Homo vitruvianus –la famosa imagen de una figura humana con los brazos extendidos dentro de un círculo- así como para dejar dibujados sobre su cuerpo, con su propia sangre, algunas otras claves relacionadas con números, anagramas y el símbolo de un pentáculo.

En ese momento, aparece en escena Sophie Neveu, una criptóloga que es también la nieta de Sauniere. Ha recibido una llamada de su abuelo pidiéndole que vaya a verle para reconciliarse con ella y darle a conocer algo importante relacionado con la familia. Sophie logra descifrar las claves que ha dejado su abuelo, mantiene varias conversaciones con Langdon a propósito del culto a las diosas, encuentra una clave muy importante oculta detrás de otra pintura de Leonardo, y... hasta aquí.

¿Quién mató a Sauniere? ¿Qué secreto guardaba? ¿Qué deseaba que supiera Sophie? ¿Por qué el personaje del “monje” albino del Opus Dei pretendía matar a todo el mundo? El resto de la novela abarca quinientas cincuenta y siete páginas en ciento cinco capítulos, pero, sorprendentemente, su trama, que ocupa poco más de un día, nos remite a varios lugares europeos junto a Langdon y Sophie, en busca de una respuesta que, sencillamente, es la siguiente:

(Perdón por descubrir la trama, pero no hay más remedio que hacerlo).

Sauniere era el Gran Maestre de una oscura sociedad secreta llamada el “Priorato de Sión”, dedicada a la causa de proteger la verdad sobre Jesús, María Magdalena y, por extensión, a toda la raza humana.

Según se nos dice en el libro, originalmente y durante milenios, la humanidad practicaba una espiritualidad equilibrada entre lo masculino y lo femenino en la que se veneraba a las diosas y al poder de las mujeres.

Este fue el mensaje de Jesús. Vivió y predicó un mensaje de paz, amor y unidad humana, y para plasmarlo, tomó como esposa a María Magdalena y le confió el liderazgo de este movimiento. En el momento de la crucifixión, ella estaba embarazada del hijo de ambos.

Pedro, celoso del papel de María, se puso a la cabeza del movimiento formado en torno a Jesús, dedicándose exclusivamente a suprimir la auténtica enseñanza del Maestro, sustituyéndola por la suya propia, y suplantando a María Magdalena como líder de ese movimiento.

María se vio obligada a huir a Francia, donde finalmente murió. Ella y el hijo póstumo de Jesús fueron el origen de la dinastía merovingia francesa, y ella la “deidad femenina” que encarnaba –no una copa material- son el auténtico “Santo Grial”.

¿Fue la familia real merovingia la fundadora de París, como dice Brown? (ver El Código Da Vinci , p. 319). Nada más lejos de la realidad. París fue fundada por una tribu céltica gala llamada los Parisii en el siglo III a.C. Los merovingios hicieron de París la capital del reino franco en el 508 d.C.

De este modo, según la novela, la historia de los dos mil años pasados es, en el trasfondo de los acontecimientos relatados en los libros de historia (por los “vencedores”, por supuesto), la historia de la lucha entre la Iglesia católica, (atención: no el cristianismo en su conjunto, sino la Iglesia católica) y el Priorato de Sión. La Iglesia, después de establecer el Canon de la Sagrada Escritura, las verdades doctrinales e, incluso, el trato con las mujeres, trató de ocultar la verdad sobre el Santo Grial y, por extensión sobre la “deidad femenina”, mientras que los Caballeros Templarios y el Priorato de Sión luchaban por proteger el Santo Grial (que eran los huesos de María), su descendencia y la devoción a lo “sagrado femenino”.

Sauniere custodiaba estos conocimientos, unos conocimientos que Leonardo da Vinci, miembro del Priorato, había incluido en su obra. Además, Sauniere tenía un interés personal en el asunto: él y, en consecuencia, su nieta Sophie pertenecían a la dinastía merovingia. Por supuesto, Sophie desconocía todo aquello y llevaba varios años distanciada de su abuelo porque una vez irrumpió en una habitación secreta de su casa de campo y lo encontró con una mujer en una especie de éxtasis ritual sexual al que acompañaban los cánticos de una multitud de espectadores enmascarados.

Por supuesto, al final veremos que la mujer era su abuela y que lo que hacía con su abuelo en aquella habitación era mantener viva la fe. También nos enteramos de que el “Grial” –los restos de María Magdalena y los documentos que acreditan su descendencia- están enterrados en el interior de los setenta pies de la brillante pirámide de cristal del arquitecto I. M. Pie, situada en la nueva entrada del Louvre, donde, al final de la novela, Langdon cae respetuosamente de rodillas, oyendo, según cree, la sabiduría de los Tiempos a través de la voz de una mujer que le llega desde lo más profundo de la tierra.

 

Nada nuevo bajo el sol

Muchos de los argumentos en los que se apoya la trama de El Código Da Vinci pueden parecer nuevos e intrincadamente ingeniosos, pero la dura realidad es que la mayor parte de ellos no son nuevos en absoluto.

Lo que Brown ha hecho es, simplemente, tejer cierto número de tramas especulativas, añadir tradiciones esotéricas y pseudo-historias publicadas en otros libros, y agruparlas en las páginas del suyo. Si estás familiarizado con esos otros, te sorprenderá lo mucho que hay de ellos en esta novela.

En su página web, Brown incluye una bibliografía, y en su obra cita algunos de esos libros. Divide sus fuentes en tres categorías básicas:

•  Holy Blood, Holy Grail (traducido en España por El enigma sagrado) y sus secuelas. Este libro, escrito por Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln, fue publicado en 1981 y empleado como guión de un programa de televisión de la BBC. Calificado de hecho real, fue ridiculizado y tomado como trabajo de mera especulación, lleno de suposiciones infundadas y basado en documentos fraudulentos. En el momento de la publicación del libro, sus autores eran: un profesor licenciado en psicología, un novelista y un productor Lynn Pycknett y Clive Prince, expertos en fenómenos paranormales, que también cuentan en su haber con The Mammoth Book of UFOs. Toda la parte que se refiere a Jesús-María Magdalena-Santo Grial-Priorato de Sión que aparece en El Código Da Vinci procede de esos dos libros.

•  Lo “sagrado femenino”. A partir del siglo XIX surgieron ciertas especulaciones sobre esa edad perdida de las diosas, durante la cual, la “divinidad femenina” fue venerada, un período que fue sustituido por un patriarcado belicista. Años más tarde, algunos escritores han mezclado esta teoría con sus ideas de María Magdalena. Una americana llamada Margaret Starbird ha hecho su particular cruzada en varios libros. La descripción que hace Brown de María Magdalena procede del trabajo de Starbird, en especial, de The Woman with the Alabaster Jar (traducida en castellano como María Magdalena ¿la esposa de Jesús?), que la misma autora califica de “ficción”.

•  Gnosticismo. Como veremos más adelante, el “gnosticismo” era un sistema intelectual y espiritual ampliamente difundido en el mundo antiguo. Tiene numerosas facetas pero, en pocas palabras, la mayor parte del pensamiento gnóstico es esotérico (dice que el verdadero conocimiento sólo es accesible a unos pocos –la palabra “gnosis” significa “conocimiento”-) y ese pensamiento también es anti-material (consideran funesto el mundo material, incluido el cuerpo).

Existen escritos desde el siglo II hasta el siglo V que son síntesis claras del pensamiento gnóstico y del cristiano. Los eruditos tienen distintos criterios sobre estos escritos, pero la mayor parte datan de una época muy posterior a los Evangelios, con –y esto es importante- una escasa, si la hay, visión objetiva de las auténticas palabras y hechos de Jesús. Brown ignora esta opinión, y prefiere fiarse de los trabajos de una exigua minoría de escritores eruditos y no eruditos que creen que los escritos gnósticos reflejan la realidad del primitivo movimiento formado en torno a Jesús. Y Brown basa en esos trabajos sus descripciones de lo que “realmente” enseñó Jesús.

Estas fuentes deberían hacer saltar inmediatamente las señales de alarma. En su bibliografía no figura un trabajo serio sobre la historia del cristianismo, ni un solo trabajo significativo sobre el Nuevo Testamento, ni siquiera un volumen de calidad al alcance de cualquier estudiante interesado en la historia del cristianismo primitivo. Tampoco cita al Nuevo Testamento como fuente de la historia del Cristianismo de los primeros tiempos.

En las entrevistas que le han hecho los medios de comunicación, Brown insiste en que parte de su trabajo consiste en recuperar esa historia perdida que se ha hecho desaparecer. Y le complace afirmar que la historia está “escrita por los vencedores”. Esto significa que, si consideras los acontecimientos históricos como una lucha entre fuerzas, los vencedores harán su propio relato de ella, y esa será la versión que perdurará. Las fuentes que emplea pretenden ofrecer esa “historia perdida”.

Por supuesto, en este punto de vista hay un fondo de verdad. La historia nunca se escribe de un modo completamente objetivo, porque los seres humanos nunca son completamente objetivos. Siempre vemos y relatamos los sucesos desde nuestra perspectiva. Por ejemplo, cada uno de los implicados en un accidente ofrece una versión ligeramente distinta del suceso. Pero eso no significa que el accidente no haya tenido lugar. Aunque los testigos pueden no estar seguros de cómo se produjo, y la víctima tenga una versión distinta de la del culpable, no hay duda de que hubo un accidente, ni tampoco hay duda de que, a pesar de las limitaciones de los testigos, hay una verdad objetiva sobre quién lo causó, independientemente de lo difícil que sea descubrirla.

Sucede lo mismo con los relatos históricos. Es cierto que, en tiempos recientes, la historia de la conquista del Oeste se contó desde la perspectiva europea: los “vencedores”. Actualmente, los eruditos han intentado contarla desde otro lado de la historia, el de los pueblos nativos, cuya perspectiva de los hechos es, obviamente, distinta. No hay duda, pues, de que hay algo más en la conquista de América del Norte de lo que cuentan los conquistadores y de lo que cuentan los pueblos nativos, y que ninguno de nosotros llegará a conocer completamente. Sin embargo, lo que sigue siendo cierto es que la conquista tuvo lugar, independientemente de los motivos y las consecuencias que, con la información adecuada, podemos llegar a percibir, incluso si se interpretan de modo diferente.

Sin embargo, en El Código Da Vinci, Brown utiliza la expresión “la historia la escriben los vencedores” para insinuar que la historia del cristianismo en su conjunto, empezando por el mismo Jesús, es una mentira, escrita por aquellos que estaban dispuestos a suprimir el “auténtico” mensaje de Jesús. Y no estamos hablando de diferentes interpretaciones de su vida y de su mensaje, se trata de los datos fundamentales: que lo que leemos en el Nuevo Testamento y en los relatos de la primitiva cristiandad no describe fielmente lo que sucedió en realidad.

En la novela, el personaje erudito de Sir Leigh Teabing dice tajantemente que, en la primitiva cristiandad, los “herejes” –a los que Brown cita como representados por sus escritos gnósticos- fueron los que permanecieron fieles a la “historia original de Cristo” (p. 305).

Aquí reside lo fundamental y esta es una acusación seria. Dedicaremos el resto de esta obra a examinar esas afirmaciones detalladamente, pero es aún más importante exponer el armazón básico al que hemos de enfrentarnos para ver así lo que está en juego.

Brown afirma que Jesús deseaba que sus seguidores tuvieran un gran conocimiento de “lo sagrado femenino”. Dice que este movimiento, bajo el liderazgo y la inspiración de María Magdalena, se desarrolló durante los tres primeros siglos hasta que fue brutalmente suprimido por el Emperador Constantino.

No existe evidencia alguna que indique que esto es cierto. No sucedió.

Ciertamente, en el cristianismo primitivo hubo divergencias. No hay duda de que se produjeron unas intensas discusiones sobre lo que Jesús había dicho y lo que quería decir. Existe también una clara evidencia de que, en algunas comunidades, las mujeres desempeñaron papeles de importancia en la cristiandad –tales como el de diaconisa- que finalmente desaparecieron (y de los que, incidentalmente, se están recuperando diversos modos).

Pero lo que en realidad es preciso saber es que ninguna de esas diversidades, cambios o desarrollos en la historia de la primitiva cristiandad tuvieron lugar del modo en que El Código Da Vinci lo sugiere. Cuando los líderes de los primeros cristianos trataron de afirmar la verdad de la enseñanza de Cristo, sus opiniones no se referían al sexo o al poder. Como se deduce de sus escritos –si nos tomamos la molestia de leerlos-, trataban sobre la fe en lo que Jesús hizo y dijo.

Hay una enorme cantidad de datos sobre la primitiva cristiandad que desconocemos o de los que no estamos seguros: temas que expertos serios han discutido amplia y libremente durante años, y en ocasiones, incluso dos mil años después de los sucesos: evidencias nuevas que vienen a iluminar lo que expresa la imagen que tenemos.

No obstante, no encontrarás ningún trabajo que estudie seriamente la sugerencia de que la misión de Jesús consistió en hacer que María Magdalena fuera portadora de su mensaje de “lo sagrado femenino”.

Las fuentes dignas de crédito ni siquiera insinúan algo semejante. Y las fuentes de los expertos dignos de crédito indican también que muchas de las afirmaciones de Brown –sobre todo, en lo que se refiere al mito de la naturaleza del Grial, al del Priorato de Sión o al papel del culto a las diosas en el mundo antiguo- no se apoyan en unas evidencias que se mantengan en pie.

Y, como veremos según avancemos en la dificultosa lectura de esa novela, hay otras muchas aseveraciones curiosas, extravagantes y plagadas de errores. Desde las afirmaciones de la geografía de París hasta las que se refieren a la vida de Leonardo da Vinci, no hay razón alguna para considerar este libro como una fuente medianamente creíble sobre ningún campo de estudio, excepto, quizá, la criptografía.

 

“Calma, no es más que una novela”

El Código Da Vinci ha producido una auténtica conmoción y, junto a esa conmoción, surgen llamadas a la tranquilidad y a dejar que se olvide todo el asunto. Yo las he oído continuamente.

“Solamente es una novela”, dicen algunos. “Todo el mundo sabe que es una ficción. Así que ¿porqué no aceptarla como tal?”.

Pues bien, hay algunas razones por las que no podemos hacerlo. En primer lugar, nada es “sólo una novela”. La cultura importa. La cultura informa. Siempre estaremos interesados en los contenidos de la cultura y en su impacto sobre nosotros, con independencia de que hablemos de arte, de cine, de música o de literatura.

Más concretamente, el autor de este libro tan especial sugiere que, realmente, hay en él más trabajo que imaginación, y anima a sus lectores a que acepten como realidades algunas aseveraciones problemáticas sobre la historia.

Desde luego, existe una larga tradición –que data desde los primeros días del cristianismo- que entreteje los hechos conocidos sobre Jesús con unas historias imaginarias, comparables a la tradición judía de la “midrash”. Por ejemplo, abundan las leyendas sobre la Sagrada Familia, como la que dice que la planta del romero recibió su dulce aroma como premio, después de que María pusiera a secar su túnica sobre uno de esos arbustos durante la huida a Egipto.

A través de los años, el arte cristiano está lleno de detalles interesantes y a menudo iluminadores que no están basados en las palabras de la Sagrada Escritura o en la primitiva tradición cristiana. Y en las últimas décadas, los escritores de ficción han ganado lo suyo usando la historia de Jesús como argumento para sus novelas: La Túnica, de Lloyd C. Douglas, y El Cáliz de Plata, de Thomas Costain, son dos ejemplos muy populares entre otros muchos en los que incidentalmente se trata el tema del santo Grial.

La ficción histórica es un género muy popular; pero al escribirla, el autor hace un trato implícito con el lector. Él o ella prometen que, aunque en la novela aparecen unos personajes implicados en actuaciones imaginarias, la trama histórica fundamental es correcta. De hecho, son muchas las personas que disfrutan leyendo este tipo de ficción porque es una manera amena de aprender historia sin gran esfuerzo.

El Código Da Vinci es diferente. En los ejemplos anteriores, todo el mundo, desde el autor hasta el espectador o el lector, capta la diferencia entre hechos conocidos y detalles imaginarios y, cuando la aplica, confía en una responsabilidad básica y espera una credibilidad histórica. El Código Da Vinci presenta los detalles imaginarios y las falsas afirmaciones históricas como hechos y como resultado de investigaciones históricas serias que, sencillamente, no lo son.

Como vimos en el capítulo anterior, Brown ofrece una extensa bibliografía de los trabajos que ha empleado al escribir la novela, todos los cuales muestran un barniz histórico, aunque la mayoría de esos libros no hablan de historia auténtica.

En la presentación del libro, Brown presenta una lista de datos contenidos en su novela. Afirma que el Priorato de Sión es una organización real; y lo mismo dice del Opus Dei. Y termina afirmando: “Todas las descripciones de obras de arte, arquitectura y rituales secretos de esta novela son exactos”.

No incluye de modo explícito en su lista las diversas declaraciones sobre los orígenes del cristianismo que pueblan la novela, pero están implícitas en la inclusión de “documentos” que realiza. Y abundando en ello, Brown pone siempre en boca de sus personajes eruditos (en especial, las de Langdon y Teabing) todas las aseveraciones sobre los orígenes del cristianismo; los personajes suelen citar trabajos contemporáneos reales y basan sus afirmaciones en frases tales como “los historiadores se asombran de que...” y “afortunadamente para los historiadores...” y “muchos expertos afirman...”.

Estas disquisiciones funcionan como un recurso para comunicar ideas de Holy Blood, Holy Grail (el enigma sagrado), de Margaret Starbird o de algunos otros, y hacerlo de tal modo que parezcan objetivas y aceptadas por “historiadores” y “expertos”.

Además, Brown se ratifica en las entrevistas como un experto en sus métodos y en sus objetivos. Afirma repetidamente que le encanta compartir sus descubrimientos con los lectores porque desea participar en el relato de esta “historia perdida”. Dicho de otro modo, Brown sugiere que parte de lo que intenta hacer con El Código Da Vinci es enseñar una parte de la historia.

“Hace dos mil años vivíamos en un mundo de dioses y diosas. Hoy vivimos solamente en un mundo de dioses. En la mayoría de las culturas, las mujeres fueron despojadas de su poder espiritual. La novela se relaciona con el cómo y porqué se produjo ese cambio... y qué lecciones hemos de aprender respecto a nuestro futuro” ( www.danbrown.com ).

Y, sorprendentemente, los lectores aceptan en gran medida esas teorías como si fueran hechos. Para comprobarlo, sólo basta leer en Amazon.com los comentarios de los lectores, o estudiar detenidamente las muchas historias que relatan los periódicos sobre el impacto de este libro. Quizá empezaste a leerlo porque llegaste incluso a tropezar con reacciones como esas, entre tu propia familia o tus amigos.

Pues no; no es “sólo una novela”. El Código Da Vinci se propone enseñar historia en el contexto de una ficción. Echemos una mirada sobre ese plan de estudio.