MYTHOS Y LOGOS EN LA HISTORIA DEL RACISMO CIENTÍFICO:
LA BIOLOGÍA RACIAL EVOLUCIONISTA EN PORTUGAL Y BRASIL (1859-1900)
Juanma Sánchez Arteaga

INDEX

- Introducción: el «no-occidental» y el mito del «selvage» en la historia de la Antropología naturalista europea

- Antropología simbólica de la idea científica del eslabón perdido: racismo científico y evolucionismo en Brasil y Portugal (1859-1900).

- Conclusiones: la biología humana como forma histórica de mitología e ideología

- Notas bibliográficas

Antropología simbólica de la idea científica del eslabón perdido:
racismo científico y evolucionismo en Brasil y Portugal (1859-1900).

En el nuevo horizonte de comprensión evolucionista de fines del XIX, los humanos de origen no-europeo serán desplazados hasta una posición simbólica estrechamente vinculada a la nueva idea biológica del eslabón perdido, que desde el inicio sería conceptualizado por los antropólogos evolucionistas como un auténtico hombre-mono.

Durante todo el siglo XIX los estudios sobre la evolución humana se vieron abocados a trabajar sobre una base empírica forzosamente reducida, debido a la escasez de fósiles humanos evolutivamente significativos. Ante esta escasez de material fósil verdaderamente primitivo, los antropólogos decimonónicos tuvieron, por fuerza, que hacer uso de la matriz conceptual previa de la antropología biológica para elaborar sus vanguardistas teorías acerca del <<eslabón perdido>> en la rama homínida. En este sentido cobró forma uno de los principales ejes teóricos de la antropología evolutiva de la segunda mitad del siglo: la descripción de los pueblos lejanos como variedades biológicas atávicas o, en cualquier caso, menos evolucionadas que el hombre blanco y, por así decir, más próximas a la naturaleza de los primeros homínidos. Para la antropología evolutiva decimonónica –tanto en sus variantes poligenista como monogenista-, los pueblos no europeos pasaron a constituir el principal substrato empírico, junto a los escasos fósiles humanos significativos, para enfrentarse científicamente a la reconstrucción biológica de nuestros orígenes. De esta forma, partiendo de un prejuicio antropológico de raíces míticas, la descripción biológica de la anatomía y las costumbres del eslabón perdido se afrontó en el siglo XIX a partir tanto del estudio de los fósiles, como del estudio antropométrico y etnológico de los pueblos no civilizados. De hecho, en la segunda mitad del XIX, en el momento en que se crean las principales sociedades y escuelas de antropología física en numerosos países occidentales, la cuestión del status biológico de los pueblos no europeos, como especies o variedades humanas diferentes a la occidental constituyó la piedra angular del debate antropológico a nivel mundial.

En Portugal, por ejemplo, muy pronto se formó un núcleo de antropólogos poligenistas estrechamente ligados a la universidad de Coimbra, lugar donde en 1885 se crearía la primera cátedra antropológica del país (21), y uno de los centros de irradiación del positivismo lusitano (22). La corriente más vanguardista del pensamiento antropológico portugués, ligada estrechamente al materialismo positivista y anticlerical de la burguesía lusitana finisecular, se alzó decididamente en armas contra las añagazas cristianas sobre el origen único de la humanidad. Frente a la vieja mitología religiosa, el método de las ciencias naturales se esgrimió por la burguesía portuguesa como un instrumento simbólico para la lucha contra la iglesia, que hacía descender a todos los humanos de una insostenible pareja primitiva. Arruda Furtado, en una obra titulada “El hombre y el mono”, lo resumía de esta forma:

<<¡Decís que el hombre fue hecho a semejanza de Dios! ¿Qué Dios es ese Dios vuestro, que se pone al espejo para poder hacer un bocotudo o un hotentote? ¿Es un Dios que hizo a un salvaje hediondo a su semejanza, teniendo ya hecho de antemano un mono menos hediondo que ese salvaje!>>(23).

Rápidamente, la tarea de la <<clasificación de las razas>> se constituyó en Coimbra como el <<problema capital de la antropología especial>>(24). Allí, y hasta bien entrado el siglo XX, el plan de estudios universitarios programado por la cátedra de antropología destacará, entre otros temas, los debates sobre <<monogenismo y poligenismo>>, así como la <<formación y extinción de las razas>>(25). En la práctica, algunos de los principales patriarcas de la antropología física portuguesa utilizaban el término de hombres, empleado en el sentido de “seres humanos”, en referencia exclusiva a las razas blancas, mientras que el resto se consideraba un conjunto de variedades menos avanzadas del género Homo. Así, para el médico y antropólogo, de origen brasileño, Francisco Ferraz de Macedo, auténtico pionero de los estudios de antropología biológica en Portugal, el estudio del cerebro del <<hombre>> debía llevarse a cabo situándolo <<en relación al cerebro de sus semejantesmenos avanzados, como por ejemplo Bosquimanos, Hotentotes, Cafres y otros>>(26). La separación de estas poblaciones humanas como especies zoológicas diferentes del europeo también fue aceptada por Oliveira Martins, autor de la mejor monografía portuguesa decimonónica sobre la evolución humana:

<<Compárese a un europeo con un chino, un indio americano, un negro, un hotentote, y de inmediato se reconocerán diferencias de un orden que no es lícito atribuir a influencias climáticas ni a la acción de los regímenes de las instituciones sociales>>(27).

Por su parte, a finales del siglo, y desde la universidad de Oporto, los jóvenes y entusiastas antropólogos que fundaron la Sociedad Carlos Ribeiro –nombrada así en reconocimiento de quien fue el mayor contribuidor al desarrollo de la antropología prehistórica portuguesa durante el siglo XIX-, se agruparon en torno al debate antropológico sobre la <<torpeza de los mestizajes deplorables>> de la raza portuguesa en el <<Brasil simiesco>>, considerando cuestiones como la <<imprudencia de la extensión de los derechos del hombre al negro>>, y el problema de la utilización, o no, de <<un mismo y gran Principio para la macaquería cafre y para la nobleza árica>>(28). Y lo cierto es que, atendiendo a las mejores publicaciones antropológicas provenientes de Brasil, no faltaban argumentos científicos para los disparatados debates que tuvieron lugar en la Universidad de Oporto.

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Por su parte, en Brasil, e l descubrimiento de un resto humano enormemente antiguo, conocido como El cráneo de Lagôa Santa (29), había dado pie a las más rocambolescas hipótesis poligenistas sobre el origen de los indígenas amazónicos como especies homínidas autóctonas del Nuevo Mundo. Por otro lado, se había intentado demostrar que la hibridación entre aquellos indígenas y los blancos era un hecho improbable (30), dada la inmensa distancia biológica que separaba a ambos grupos raciales. Gracias a Ladislao Netto, director del Museo nacional y de la exposición antropológica de Río de Janeiro, había quedado establecido que las razas indígenas brasileñas habían entrado en un patente estado de degeneración con respecto a sus antecesores, quizá presentes en la tierra desde el periodo terciario(31).

Fuera como fuese, entre los salvajes actuales que poblaban las inmensas junglas brasileñas, y las antiguas civilizaciones imperiales del Homo americanus, <<notábanse todas las gradaciones de una cadena de progreso creciente, desde el bravío troglodita hasta el culto Quichua, el industrioso Azteca y el vidente Maya>>(32). En 1881, el Museo Nacional de Río de Janeiro organizó una exposición antropológica, y los mejores especialistas brasileños en el estudio biológico de las poblaciones indígenas publicaron diversos artículos en los que se caracterizó al grupo de los botocudos amazónicos como representantes vivos de aquel Homo americanus primigenio, evolucionado como especie diversa a la del hombre blanco. La morfología craneana del botocudo era idéntica a la del cráneo de Lagôa Santa, asignada al prehistórico hombre de los Sambaquis (33). A decir verdad, <<el Botocudo, cuya morfología craneo-facial parece, en los tipos más acentuados de esa raza, una copia del cráneo humano del Sambaqui […] es una de las razas indígenas más brutalizadas del Brasil>>(34). Así era, en efecto, de acuerdo con Joâo Lacerda, subdirector del Museu Nacional de Río, quien había realizado un trabajo minucioso de anatomía dentaria, comparado los estándares de origen europeo con los de razas indígenas, trabajo que venía a reforzar <<las pruebas ya reconocidas de la unidad del tipo étnico para los pueblos que habitaron antiguamente, y todavía lo hacen actualmente, las vastas regiones del Nuevo Mundo>>(35). En efecto, para Lacerda, la conformación de los dientes incisivos de los nativos amazónicos era un carácter específico de ese grupo homínido, evolucionado autóctonamente. Por otro lado, Lacerda señalaba que:

<<Pensamos que la conformación general de los dientes en las razas indígenas de América como en un carácter de inferioridad étnica. Recorriendo toda la colección[…] que existe en el Museu Nacional, se descubre a primera vista una cierta animalidad impresa en la dentadura de los cráneos americanos>>(36).

Lacerda consideraba que, en el caso de los botocudos, su físico ya de por sí animalesco quedaba todavía más reforzado por los peculiares adornos con que deformaban sus labios, todo lo cual daba <<a la fisionomía de estos individuos un aspecto de los más repulsivos. Sobre el punto de vista moral e intelectual son los botocudos la expresión de una raza humana en su mayor grado de inferioridad. Algunos conservan todavía la horrible costumbre de la antropofagia y con gran dificultad llegan a adaptarse al medio civilizado>>(37). Indudablemente, aquellos aborígenes pertenecían a una especie diferente de la del europeo, y la mezcla entre ambos grupos humanos había supuesto una verdadera catastrofe humanitaria en el Brasil moderno. Continuamente podían contemplarse numerosas reversiones atávicas a estadios simiescos entre la población mestiza de las ciudades de Brasil. Ladislao Netto, director del Museu Nacional, había comprobado que estos atavismos se manifestaban especialmente durante la pubertad de los “hibridos”, incluso en aquellos prácticamente blancos, aunque, felizmente, en la mayoría de los casos, <<este estado mórbido tenía efímera duración>>(38). La reversión evolutiva de los mestizos durante la pubertad les marcaba con una intensa pigmentación en las mucosas bucales, los párpados, los labios, los pezones y los órganos genitales. Más aún:

<<Se puede percibir un crecimiento de los labios y de las narices, a la vez que el mentón se retrae y aparece un olor nauseabundo en la traspiración axilar, denominado cantinga, el encrespamiento del cabello[…] y la disminución del ángulo facial. A todas estas modificaciones hay que sumar una pronunciada indolencia, una apatía excesiva y un profundo estado de alienación o, mejor dicho, de inactividad intelectual, que recuerda muy particularmente a la estúpida ineptitud del negro. A este abatimiento, mientras tanto, se antepone un qué sé yo de lúbrico, como un estallido pujante de sensualidad animal, a los que sólo puede contraponerse como eficiente dique las normas de la más vigorosa educación moral>>(39).

Por su parte, la historia biológica de las razas americanas precolombinas era un verdadero testimonio de la grotesca brutalidad seudosimiesca de esta rama homínida, ya que, <<entre sus pasiones, el amor sensual y deleitoso se tornó una de las causas más fecundas de reñidos combates. Las tribus de los Tupinambai, de los Tupis, de los Guaycurus y otras del Brasil, entraron en cruentas batallas por tal motivo>>(40). En virtud de un peculiar código de selección sexual propio, sin duda, de una especie diversa a la del hombre blanco, el indígena botocudo había llegado a adquirir una morfología repulsiva para el descendiente de europeos. De acuerdo con Netto, el erotismo diferencial de las razas indígenas tenía causas orgánicas y, en este sentido, quizás no podían encontrarse mayores contrastes etológicos entre los cultos y refinados burgueses de origen europeo y aquellas semibestias, que <<por un atraso deplorable de su raza, poco más eran que animales>>(41). Entre los ritos amatorios de los indígenas, todo un despliegue de manifestaciones de brutalidad denotaba su primitivismo pitecoide. Entre estas manifestaciones de un código de selección sexual aberrante, cabe mencionar el uso del Tembetá -una tablilla de madera con la que los botocudos adornan sus labios y orejas, hasta deformarlos por completo-, el cuál les impedía el conocimiento del beso europeo:

<<dulce manifestación de amor. No poco debe de haber ayudado para esa ignorancia, el modo por el cuál se efectuaban las uniones sexuales en muchos de los pueblos que tienen por costumbre el adorno labial. Fuese o no este modo de unión sexual una causa concomitante al uso de adornos labiales para la ausencia del beso; lo consideremos, o no, más bien como un efecto inmediato del propio adorno, estoy inducido a creer que en pueblos tan salvajes, tan alejados de la altura a la que se elevan las naciones civilizadas, la unión sexual debía realizarse ad instar animalium>>(42).

En el umbral del siglo XX, como vemos, la antropología ibérica e iberoamericana decimonónica continuaba perfectamente implantada sobre la misma matriz mitológica de prejuicios raciales que, a su vez, impregnaba todo el pensamiento teórico de la antropología europea. Parecía existir un consenso internacional en la equiparación científica de las poblaciones no “occidentales” con eslabones perdidos en la frontera evolutiva del hombre y el animal. Resumiéndolo con las palabras del propio Netto:

<<Estudiados detenidamente los organismos en su ascendencia gradual, y bien apreciadas las cualidades superiores que logró adquirir la raza indogermánica, máxima expresión del perfeccionamiento humano, hallamos mayor diferencia entre los más cultos y los más bellos tipos de esta raza, y los más imperfectos y bestiales individuos humanos, que la que existe entre estos últimos y los gorilas y chimpancés>>(43).

 

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Última Actualização:
06-Jun-2006